Por Álvaro Sánchez Ortiz
La mayoría de los recién casados no pueden comprar una vivienda propia, eso es un hecho. Muchos se van a vivir con los padres de uno u otro de los cónyuges, lo cual está comprobado que es una pésima idea. Por eso, cuando Ximena estableció como una de las condiciones para que nos casáramos el que viviéramos en la casa que heredó de su abuela, me pareció algo sensato y acepté. Cierto que necesitaba muchos arreglos –me di cuenta de eso desde antes de que encargáramos la primera revisión estructural–, pero garantizaba la privacidad de nuestro espacio. Además, es evidente que es mejor invertir el poco o mucho patrimonio con el que se cuente en aumentar el valor de una propiedad, que en pagar una renta o recurrir a un instrumento bancario, los cuales, en México, ofrecen magros rendimientos, como demuestra cualquier tabla comparativa bien hecha.
Adicionalmente, soy ingeniero y me gustan los problemas, es decir, me gusta resolverlos. Enfrentarme a instalaciones eléctricas ineficientes, plomerías obsoletas y estructuras ineficaces me resultaba más fácil que lidiar con las dificultades de un matrimonio reciente. Sé que suena raro decirlo así, pero las masas y las energías son honestas, son lo que son. En cambio, en la interacción matrimonial siempre hay que estar
buscando recovecos, sentidos ocultos y alusiones veladas (lo que yo llamo el “Síndrome de ¿qué tienes? Nada”). Todo eso me vuelve loco. Me recuerda las clases de literatura de la preparatoria, cuando analizábamos poemas y nos pedían hallarle sentido a algo tan absurdo como: “Ciego de ver en la aridez del alma”.
La casa era una de esas construcciones en las que crecieron las generaciones precedentes: doscientos cincuenta metros cuadrados, distribuidos en tres plantas: las recámaras arriba, lo demás abajo, la tercera planta nada más que un gran cuarto de azotea que sirve de bodega, cuarto de huéspedes, centro de lavado o lo que se ofrezca. Una construcción hecha en algún punto de los cincuenta o de los sesenta, con los planos perdidos para siempre y las escrituras celosamente conservadas. Algunos arreglos y adaptaciones, en su mayoría desafortunadas, cortesía del tío entusiasta del “Hágalo usted mismo” o, peor, de algún albañil con mucha experiencia, pero sin formación. Y problemas crónicos de humedad, presión del agua y voltaje eléctrico. En suma, una vieja achacosa a la que mi esposa miraba con todo el cariño que le había tenido a su abuela, y que yo percibía como mi proyecto personal para los próximos años.
Cuando entramos, después de haberla cargado por el umbral, como le había pedido su abuela que exigiera para la buena suerte, Ximena comenzó a guiarme en un recorrido pormenorizado de la vivienda, platicándome las anécdotas, que ya me había contado, de cada estancia: en la cocina, desde muy niña, le había ayudado a su abuelita a preparar el ponche navideño; en la biblioteca se había ocultado mil veces cuando ella y sus primos jugaban a las escondidas; en la sala todavía estaba el piano que el tío Joaquín (qepd) sabía tocar muy bien; en el comedor había recibido su primer beso, cuando había invitado a unos
amigos de la secundaria a jugar juegos de mesa y uno se había quedado hasta el final, no para disputar la victoria, sino para estar a solas con ella.
Tuve que recordarle que debíamos subir a la habitación. Hablar del pasado puede ser entretenido, pero me gusta más enfocarme en el presente. Y si ese presente incluye a Ximena, una cama y mucho tiempo, no hay nada mejor.
Por costumbre, una vez subida la escalera, se dirigió hacia la izquierda. Le pregunté si, como dueños de la casa, no debíamos ir a la habitación principal, la de la derecha. Hasta entonces cayó en cuenta de que ocuparíamos la misma recámara donde su abuela había dormido, primero con su abuelo y, luego, acompañada por su viudez; incluso, era allí donde se había colapsado, poco después de despertar a su último día. Por supuesto, la cama ya no era la misma, pero era evidente que Ximena estaba incómoda.
Le sugerí que fuéramos al que había sido su cuarto, pero me respondió que eso sería una grosería frente al regalo que le había hecho la abuela. (Ése es el tipo de argumentos que yo no entiendo). Lo pensó unos momentos y luego me pidió que saliera de la habitación, mientras ella oraba y “tomaba posesión” de la casa. Muy pronto, cuando todavía éramos novios, comprendí que, en estos casos, lo mejor era ser cortés y respetar sus inquietudes, aunque no las compartiera y, de hecho, me parecieran absurdas.
Mientras aguardaba en el pasillo, miré por la ventana que daba a la calle. Habría que ver si el tráfico no resultaba muy ruidoso a ciertas horas. Oí a Ximena murmurando, solía hacer eso cuando rezaba. Aunque la ventana estaba a unos cuatro o cinco metros de altura, me parecía poco seguro que no contara con herrería, así que anoté en mi lista mental de pendientes encargar un buen enrejado, sin que le diera aspecto de prisión. Hacía rato que Ximena había dejado de hablar, y ahora se escuchaba cómo movía cosas dentro de la habitación. ¿Cuánto más tardaría?
Habían pasado veinte minutos cuando por fin me llamó para que entrara. Lo hizo con una voz zalamera y, aunque me sentí decepcionado porque ya se había quitado el vestido nupcial, portaba ahora un conjunto de lencería blanca que me hizo olvidarme del vestido, de la ventana y de todo lo demás.
Dice mi hermano que, en la versión original de Las mil y una noches, cuando una pareja tiene sexo, se recurre a la expresión: “y sucedió lo que tenía que suceder”. Pues bien, digamos que, entre Ximena y yo sucedió lo que tenía que suceder.
Siempre he tenido un sueño entrecortado y mi noche de bodas no fue la excepción. Abrí los ojos e iba a levantarme para ir al baño (otra manera de inaugurar la vivienda, según me han dicho), cuando vi una silueta en la ventana; no distinguía los detalles, pero claramente había alguien a quien podía ver de la cintura para arriba. Siempre me he prometido a mí mismo no apanicarme, ni siquiera en las situaciones de más peligro, así que, en un movimiento rapidísimo, encendí la lámpara que había sobre el buró y la apunté hacia la ventana. Luego me puse de pie y arranqué la cortina izquierda de un jalón. Estaba decidido a enfrentar a quien fuera, aunque no contara más que con mis manos.
No había nadie.
Entonces, caí en cuenta de que no podía haber nadie allí. La pared era lisa, la ventana no tenía cornisa. Solamente alguien que hubiera apoyado una escalera podría asomarse y vernos dormir. Para cuando Ximena comenzó a despertar, ya estaba arrepentido de mis maniobras.
–¿Qué pasa, amor?
–Nada, duérmete.
–¿Por qué está encendida la luz?
–Fui al baño y no quería tropezarme.
–¿Arrancaste la cortina?
–Ahorita la vuelvo a poner.
Pero, claro, uno no arranca la cortina nada más porque sí. Y tuve que explicarle a Ximena lo que había sucedido, mientras pegaba con cinta canela la tela para que pudiéramos dormir. (Al día siguiente, la arreglaría adecuadamente). Durante el desayuno, que fue espléndido porque Ximena se esmeró mucho, ella sugirió que tal vez seguía dormido cuando vi la silueta, pero yo no sueño con personas que nos ven desde la ventana. Me molestó un poco que sugiriera que confundía la realidad y la fantasía, como si fuera un niño, pero entendí que sólo trataba de ayudarme y no dije nada.
La siguiente noche, ni siquiera me acordaba de la silueta cuando me desperté. Hacía frío y no tenía ganas de abandonar ni el calor de las cobijas, ni la tibieza del cuerpo delgado y suave que respiraba sosegadamente a mi lado. Sin embargo, la naturaleza se impone y decidí que lo mejor era incorporarme de una vez, ir a mi asunto, y enfocarme en volver lo más pronto posible.
Arrojé las cobijas y me incorporé casi de un salto. La silueta estaba de nuevo allí. Abrí las cortinas en una fracción de segundo y me topé con un rostro. Fue tal la impresión, que caí de sentón sobre la cama. Apenas tardé un segundo en recobrarme, pero cuando miré la ventana, la silueta ya no estaba allí. Mi cerebro trabajaba a mil por hora, buscando una explicación, y no tardé en encontrarla. “¡Claro! Si no es por abajo, es por arriba”.
–¿Qué pasa? –Preguntó Ximena, entre dormida y despierta.
–¡No te muevas!
Corrí por el pasillo y tomé una escoba que vi al pasar. Le desatornillé el cepillo, para quedarme con el puro palo. Y abrí la puerta que da a la azotea, seguro de que allí encontraría el andamio por el que el intruso, seguramente un voyerista, se había descolgado hasta quedar frente a nuestra ventana. Pero en la azotea no había ningún andamio. No había nadie.
Me hubiera quedado ahí hasta el amanecer, pues me daba vergüenza volver al lado de Ximena sin poder darle una explicación. Sin embargo, hacía mucho frío y, como dije, la naturaleza se impone. El deseo de una cama caliente pudo más que el bochorno y regresé a la recámara, asegurándome de dejar bien cerrada la puerta que daba a la azotea.
Venía por el pasillo, cuando oí a Ximena decir en voz baja: “Esto no puede seguir así”. Me dolió mucho provocarle angustia. Sobre todo, por algo que no eran más que tonterías de gente nerviosita, como mi hermano, pero que a las personas sensatas como yo nunca les ocurren.
Ya había entrado a la habitación, cuando me di cuenta de que debía verme soberanamente estúpido con mi palo de escoba en ristre. Lo arrojé a un lado, me zambullí debajo de los cobijas y me acostó dándole la espalda a Ximena, para evitar explicaciones.
¡Vaya noche!
A la mañana siguiente, mientras iba de camino al trabajo, ideé un plan que puse por escrito en cuanto llegué a la oficina. Antes de que terminara esa semana, ya estaban instaladas las cámaras de seguridad. Otro día, aproveché que Ximena había ido a visitar a su madre para descolgarme con una cuerda bien amarrada e inspeccionar el exterior de la ventana de la recámara. También investigué sobre alguna posible explicación psicológica, aunque no me gusta meterme en el terreno de las seudociencias (¡y que mi hermano diga misa sobre que la psicología no es una seudociencia!). Por lo que vi, pudiera ser que ese miedo a un intruso fuera una manifestación de inseguridad ante mi nueva situación de hombre casado; me sentía vigilado en el cumplimiento de mi nuevo papel conyugal, y por eso imaginaba siluetas que me vigilaban. Sonaba grotesco, pero, de hecho, no constituía un rasgo paranoico y, seguramente, desaparecería conforme el devenir de nuestro matrimonio dejara en claro que soy capaz de ser un hombre, un adulto y un esposo. A Ximena no le dije nada de esto, pero me ayudó a estructurar una explicación.
Estaba decidido a no volver a hacer el ridículo, a lucir como una persona sensata y como un hombre responsable. Sé que algunas mujeres encuentran adorables a los estúpidos, pero ése era un papel que yo no estaba dispuesto a interpretar.
Pasaron las semanas, sin novedad. Yo ya no veía nada al despertarme por las noches para ir al baño y las cámaras no detectaban nada más interesante que algún insecto nocturno. Me convencí de que no había nada y decidí dejar el asunto en el pasado, como una de nuestras primeras anécdotas de casados. Sobre todo, quería dejar atrás el “esto no puede seguir así” que le había escuchado a Ximena y que me había hecho sentir tan indigno de mi papel.
–Creo que voy a desinstalar las cámaras. –Le dije, durante la pausa comercial de un programa que veíamos mientras cenábamos pizza.
Ella me miró con un gesto de gran tristeza y me dijo:
–No juegues conmigo, por favor.
Apagué el televisor. No entendía lo que sucedía y no soporto el ser incapaz de entender las cosas. Además, me había impresionado ese gesto de tristeza y ahora caía en la cuenta de que, desde hace un par de semanas, había detectado trazas de ese mismo pesar en su rostro, en diversas ocasiones, aunque nunca tan abiertamente como ahora, cuando, según yo, estábamos a punto de superar todo el asunto.
La realidad era completamente opuesta: ella había perdido la fe en mi capacidad para cumplir con mi papel. Y era muy injusto que me retirara la confianza por algo que hasta un psicólogo podría aceptar como parte normal de una transición. Después de todo, es como una instalación industrial, hay un periodo inicial en que surgen diversos inconvenientes menores y en que el rendimiento no es óptimo, pero, si se corrigen los errores en cada ciclo, más tarde o más temprano, el sistema alcanza su mayor eficiencia.
¿Por qué no podía ella entender eso?
Tuvimos una discusión, la primera realmente fea desde que estábamos casados. Y, aunque es inevitable, uno nunca quiere pasar por ella. Sin embargo, cuando ya nos íbamos a dormir con el cuerpo tenso, habiendo dejado la pizza fría y el programa a medias, Ximena dijo algo que, al principio, me pareció muy obvio y de poca ayuda:
–Mi abuela decía que no hay que irse a dormir peleados.
–Pues, no es como que uno quiera. –Dije, amohinado.
–No, espera, quiero decirte algo.
Media hora después, abrazaba a mi esposa y le pedía perdón, mientras ella callaba mis disculpas a besos. Después de lo que me dijo, tenía dos opciones: o exigirle que dejara de decir insensateces, o entender que la vida no se agota en la ingeniería, y que si el amor era un prodigio que era capaz de aceptar, aunque no pudiera desmenuzarlo y explicar sus componentes, también podía llegar a reconocer otros prodigios, así desafiaran el edificio de las certezas en que, hasta entonces, había habitado tan cómodamente.
Le dije a Ximena que no tenía que elegir y que podía llamarla de vuelta.
Después de todo, si una persona que, durante su vida, no había mostrado más que amor por mi esposa y a quien, de alguna manera, le debía buena parte de mi felicidad, era feliz pasando todas las noches de la eternidad junto a nuestra ventana, viéndola dormir, con una mirada llena de ternura, me parecía lo más sensato.
Excelente cuento!! Me vi reflejado en algunas circunstancias. Gracias por publicar!!.
Muy interesante perspectiva… Pero a mi se me hizo siniestro
Excelente cuento!
Texto de fácil lectura, amena expresión de vida cotidiana, como decía Cervantes (con la debida distancia) sobre sus novelas ejemplares, solo son para divertimento.