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Palomitas de Maíz

Por: Estrella Gracia González

Aún no cantaba el gallo cuando Chevo salió de casa con el petate enrollado dentro del morral. Yo me encontraba atizando el fogón viendo a los leños arder como la sangre en mis venas por su pronta partida; me tragué el coraje junto a las gorditas de masa que rellené con frijoles refritos y chile verde con sal martajado en el molcajete. No llores, Mona, dijo Chevo, pero ni cebolla había cortado pa culparla por mis lágrimas.
—Hasta la tumba debimos estar juntos.
—No queda de otra, de qué sirve tanta tierra si no hay pa tragar; solo no te olvides del maizal.
Retiré la olla de barro de la lumbre, mi suerte era negra y amarga como el café con canela que serví, picoso sabor a pena. Así fue el último desayuno junto a mi hombre y a los perros que esperaban las sobras. Mis hijos no vieron cuando su padre partió con la promesa de regresar con fortuna. Sola, abrazada al rebozo, lo vi atravesar el campo de siembra mientras el sol naciente con su calor se lo fue tragando mientras se alejaba en el horizonte. Cuando mis hijos despertaron creyeron que su padre volvería al día siguiente, que había ido a la capital, pero a diario tuve que contar la misma historia hasta que dejaron de preguntar.
Doce y trece años tenían mis hijos, y nos dedicamos a arar la tierra con la yunta; nada peor que pasar las horas bajo el sol de medio día; los pies hienden como la tierra y el seco mar de calor abraza hasta el cansancio. Ese año la cosecha se evaporó, no hubo nada pa vender, solo quedó pa alimentarnos por algunos meses, el suficiente, pa que los hombres alrededor se dieran cuenta de nuestra hambre y de la ausencia de Chevo.
El supuesto noble corazón de algunos resplandeció como rayo de sol en el agua pa encandilarme. Pero los hombres no hacen favores a una mujer sin tener interés de por medio. En su hambre o inocencia, mis hijos llegaron a la casa con manteca, frijol, cosas que les regalaban sin nada a cambio; les aconsejé que con trabajo debían pagar por ello, y que nadie les echara en cara los favores, sin embargo, estaban convencidos de que yo solo juzgaba a las personas y no quería creer que la bondad en esos hombres existía.
Aquella tarde llegó el anciano tío de Chevo, Anselmo, único familiar que nos quedaba en esas tierras; bajó de la carreta con pazos zambos, y luego de secar el sudor en su frente con el pañuelo que sacó del bolsillo trasero de su pantalón, bajó un costal con semillas que acomodó a un lado de la puerta de mi casa.
—Aprovecha el pisingallo, nunca supe porque el Chevo nunca le tuvo fe; en la casa tengo mucha pa que cubras todo, prepara la tierra y siémbrala, presiento que la próxima será buena cosecha —y se fue.
No supe si sentía más pena por él que por mí, se veía demasiado avejentado. Lo vi alejarse junto a su caballo y su perro canelo que lo seguía bajo la carreta, por esa brecha rumbo al sol, mientras el canto de las cigarras le daba el adiós.
Chevo siempre dijo que las mujeres somos brujas, que por eso nos quemaban en tiempos pasados; que sospechamos, que sentimos lo que ocurrirá y, por más que medito, no sé si los hombres son bendición o maldición, porque yo le dije a mis chamacos y les repetí cansadas veces, que no tomaran nada de nadie sin antes haber pagado con trabajo, pero los hijos son sordos cuando se sienten machitos.
Mis muslos fueron derrumbados por el demonio que gozó lamer con furia mis senos como si nunca en la vida hubiese probado mujer, me defendí sin lograrlo, una mano suya bastó pa detener las mías, mientras impregnaba mi cuerpo con la peste de su hocico y dejaba sobre mi vientre sus asquerosos mecos. Me sentí basura.
Por días lloré confundida, lidiando con un cuerpo que ya no quería, pues sentía que era ropa sucia y quería tirar mi carne lejos, quemarla, enterrarla, sentía la asquerosa saliva de ese maldito escurriendo en mi piel, quería destrozar mi carne que se había convertido en prisión, pero a pesar de todo lo que me trastornaba yo debía estar de pie, mis hijos me necesitaban. Creí que después de lo acontecido ya nada más podría ocurrir, que la cuenta estaba saldada, pero los hombres en sus caballos comenzaron a pasar por mi casa, riendo y hablando a pecho abierto que ahí vivía la puta. Mi cara terminó por caer al suelo, ¿qué más necesitaba ese hombre después de que se sirvió de mi cuerpo? La burla me magulló fuerte, mi garganta me asfixiaba y la piel ardía.
Uno de mis hijos llegó culpándome por la ausencia de su padre diciendo que por coscolina se había marchado; no lloré ni una sola lágrima, de una cachetada lo enmudecí, el odio ya me tenía seca como pa tirarme por la pendejada de uno de los míos. Supe que nadie más que yo estaba pa ayudarme. No hay hombres cuando se necesitan y si Chevo regresaba o no, ya no me importaba.

Sobrellevando los rumores y la mala gana de mis hijos, en la siguiente temporada comenzamos a preparar la tierra, sembraríamos el pisingallo. Después del trabajo, mis hijos se iban a bañar a las aguas del canal pa refrescarse mientras yo me quedaba en la casa a preparar la cena; una de esas tardes, el abusivo llegó aprovechando mi soledad. No puse resistencia, dejé que tomara mi cuerpo a pesar del asco que sentía, ya que nada ganaba con pelear. «No te olvides del maizal» recordé las palabras de Chevo, mientras el abusivo seguía sobre mí «Presiento que este año habrá buena cosecha» recordé a don Anselmo.
El abusivo aún no se subía los pantalones cuando no dude en darle en la nuca con el metlapil, cayó inconsciente al suelo y fui hacia él pa golpearlo cuantas veces pude hasta que la sangre comenzó a empapar la tierra. Arrastrado lo saqué de la casa. Los perros se acercaron a olfatearlo, parecía que celebraban haber atrapado a la presa. Lo conduje hasta los surcos de siembra y comencé a cavar y a cavar bajo la negra mirada del cielo. Todo parecía estar a mi favor, mis hijos aun no regresaban y los perros celebraban junto a mí como si danzáramos en el aquelarre; me sentí la bruja que todos decían que era; sin dudarlo corrí por el hacha y el pisingallo; de un hachazo le abrí el vientre al mal nacido y lo llené de semillas antes de echarlo al pozo. Mis semillas quedaron muy dentro de él.
Poseída aproveché la noche, me olvidé de la cena y sembré la milpa hasta que amaneció, cansada me fui a dormir. Cuando desperté, mis hijos me avisaron que don Arcadio había desaparecido y se largaron pa ayudar en su búsqueda. Yo me senté bajo el techo a admirar mi siembra.
Cuánta razón tuvo el tío Anselmo en decir que habría una buena cosecha. Con las primeras mazorcas de mi ofrenda sepultada, hice palomitas de maíz que ofrecí a quienes aún seguían buscando al abusivo Arcadio; les gustó tanto el sabor, que por la buena calidad me compraron costales y más costales de aquel maíz palomero que fueron a vender por varios lugares. ¡Qué buena fue mi paga!
Chevo se fue, y ahora sé que los hombres son semilla que vuela por el viento, abono pa una fructífera tierra. Con el tiempo la mujer de Arcadio confesó:
—Siempre quiso irse para el otro lado, el malnacido se fue sin avisarnos.

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Elpidia
Elpidia
3 months ago

Muchas gracias a Estrella Gracia González por esta excelente y trágica historia, metáfora de la pobreza rural y fiel reflejo de la vulnerabilidad de las mujeres en ese contexto. El final es demoledor. Lo he compartido con un grupo de talleristas que coordino en Ciudad Juárez. Quedaron sorprendidos y maravillados.

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