Cuento Noticias Revista

RESPLANDORES DECEMBRINOS

Por  Álvaro Sánchez

24 HORAS AL DÍA, LOS 365 DÍAS DEL AÑO

Tenía que responder el correo; el departamento de recursos humanos esperaba una respuesta. Pero era inevitable recordar que él había estado en la misma situación.

            Cuando empezó en la empresa, inició como analista, es decir, telefonista. Recibía entre doscientas y trescientas llamadas al día, las cuales registraba en una computadora que todavía funcionaba con monitor monocromático. Del universo mensual de llamadas, se tomaba una muestra de tres, las cuales eran escuchadas por el supervisor para hacer su evaluación mensual. Odiaba tener que trabajar los fines de semana, pero las faltas injustificadas arruinaban la evaluación en automático, así que cada domingo, de las seis de la mañana al mediodía, se la pasaba sentado en un cubículo helado, esperando una llamada que nunca llegaba, estrujando el vaso de papel en el que la máquina le había despachado un café para calentarse los dedos y maldiciendo mil veces al imbécil que determinó esta política.

            Por encima de todas las cosas, detestaba haber tenido que trabajar el 24 de diciembre. Aquel había sido su primer trabajo y, hasta entonces, pasaba el día de Nochebuena inmerso en los preparativos de la cena de Navidad. Su familia vivía muy cerca de la viuda del abuelo, matriarca del clan, y era su orgullo colocar las mesas plegables para la abundancia de comensales, preparar el equipo de sonido para quienes se animaran a bailar e ir por los hielos y los bolillos, complementos humildes pero indispensables del banquete. Luego se bañaba con toda calma y se vestía con la misma parsimonia y emoción que un pontífice recién elegido. Recibía a los primeros parientes que llegaban y, en cuanto aparecían sus primos, consideraba terminadas y cumplidas sus obligaciones de la jornada.

            Aquel itinerario había quedado destrozado en su primer año de trabajo. Para cuando llegó, ya todo estaba preparado y ya estaban presentes la mayoría de los invitados. Tuvo que echarse un regaderazo tan rápido, que todavía la escurría el cabello cuando comenzaron los rezos dirigidos por la abuela. A la hora del intercambio aún estaba pensando en la oficina y, en honor a la verdad, se la pasó de malas toda la noche.

            Una semana después, en el Año nuevo, incluyó entre sus propósitos llegar a lo más alto en la empresa y abolir esa absurda política de hacer trabajar a los empleados en Navidad sólo por cumplir a rajatabla con el eslogan de disponibilidad que la empresa ostentaba en su publicidad.

            Hoy ocupaba el cargo más alto, era el CEO desde hacía seis meses. Y el gerente de recursos humanos quería saber si había alguna notificación para Navidad y Año nuevo, que caían en domingo. Por un momento, sintió de nuevo la presión de la diadema sobre sus oídos y le pareció que su café era aquella mezcla horrenda de la máquina despachadora.

            “La verdad es que son otros tiempos, y ahora los clientes sí requieren una disponibilidad total. Además, no podemos ceder terreno a la competencia. Con las nuevas leyes, hemos tenido que asumir algunos de los costos del outsourcing y, si son nuestros empleados, es importante que se note el compromiso con la compañía. Soy el nuevo jefe y no puedo permitirme ese tipo de debilidades. Lo que pasó entonces fue el berrinche de un muchacho; estos son negocios en serio”.

            De manera que el ideal de transformar el sistema desde dentro quedó donde siempre termina y el CEO giró la instrucción, clara y contundente, de que los días festivos se trabajaran en horario regular y se pagaran por ellos las compensaciones indicadas por la ley para feriados.

SIDRA DE MANZANA MALA

A la bisabuela le gustaba que la cena de año nuevo fuera resultado de la cooperación de todos sus descendientes. Una fiesta de “traje”, como quien dice. Nadie se atrevía a cuestionar su decisión, aunque el resultado fuera desigual, pues, por ejemplo, la tía Jacinta era fodonga a más no poder y compraba dos o tres cazuelas del Vips, mientras que el tío Ramón era ahorrativo hasta la ignominia y siempre regateaba su aportación; la vez que le tocaron las uvas, las compró contadas; y cuando tuvo la misión de traer el pan, él mismo lo corto en rebanadas milimétricas y lo racionó como si estuviéramos en guerra.

            Para vernos lo menos afectados posible por su tacañería, habíamos organizado un sistema de asignaciones donde siempre le encargábamos la ensalada o algo así; el tío Ramón era feliz repartiendo hojas de lechuga y obleas, que no rebanadas, de jitomate. Sin embargo, la prima Teresa, a quien siempre le gustaba llevar la contra, se quejó y se quejó hasta que el sistema de asignaciones fue sustituido por un sorteo.

            Al tío Ramón le tocó la sidra, así que estábamos resignados a recibirla en ampolletas de Aderogyl. ¡Cuál no fue nuestra sorpresa cuando, después de las uvas, el tío Ramón comenzó a servir unos vasotes desechables como de 400 ml., bien rebosados!

            Estaba a punto de tomar el mío, cuando mi primo Nonato me detuvo (explicación obligatoria: la mamá era muy devota de San Ramón Nonato y quería nombrar a su hijo en su honor, pero como no soportaba al tío Ramón, decidió dejarle sólo la segunda parte del nombre).

            Fuimos a la cocina y me enseñó que nuestro codicioso pariente había recurrido al truco que aplican los antros para las bebidas: había puesto sobre la mesa un par de botellas de buena marca, pero en la cocina servía una fermentación miserable, de esas que venden sin sellos ni fechas de caducidad en alguna camioneta destartalada en una esquina.

            Pensamos en advertir a los demás, pero era demasiado tarde: ya todos habían brindado y, por lo que podíamos ver, aquella sidra pirata tenía un efecto chispeante: todos reían y se abrazaban con una alegría pocas veces vista en nuestro clan.

            La sidra seguía corriendo y sus efectos eran cada vez más estrambóticos: la bisabuela se sentó en un rincón y se puso a hablar sola. Nonato y nos acercamos y descubrimos que platicaba y platicaba con la pared como si el bisabuelo hubiera vuelto de la muerte. Era muy curioso, porque lo ponía al día de todo lo que había ocurrido desde que falleció. Mi primito Lemuel se montó en su carrito de bomberos y se lanzaba contra una maceta a la que le gritaba: “Te voy a matar”. El más joven de los tíos, Ebodio, se metió a un clóset a recordar los cachondeos de sus años mozos sin más pareja que un abrigo colgado.

            Sentí el deber de preservar la decencia de mi familia, así que investigué el efecto que la sidra loca había tenido en ellos. Mi papá, fiel a su costumbre, roncaba a gusto en un sillón; mi mamá se sentó en las piernas a una de mis primitas y se puso a darle de comer como si fuera una beba, a pesar de sus protestas. Mi hermana debió haber creído que estaba en los Grammy, pues se puso a bailar una coreografía complicadísima mientras tarareaba una canción que no logré identificar.

            Fui con Nonato a reclamarle al tío Ramón, pues esta vez sus tacañerías habían llegado demasiado lejos. No tuvimos que hacerlo, la vida tiene una manera muy curiosa de hacer justicia. El pobre tío estaba en el baño, gritando de alegría, porque creía que orinaba oro. Cerramos la puerta para no ver lo que ocurrió después. Sólo podemos decir que cuando salió apestaba a mil demonios.

            Vaciamos en la cañería todas las botellas y vasos de sidra que encontramos. Propuse llamar a una ambulancia, pero Nonato, quien era paramédico voluntario, me aseguró que no era necesario. Después de una hora de locura, la sidra malvada comenzó a noquear a sus víctimas. Acomodamos a todos lo mejor que pudimos en camas, sillas y sillones, y a las tres de la mañana, nosotros mismos nos dormimos, agotados.

            Mi papá, fiel a su costumbre, se despertó a las siete en punto, y me despertó a mí para que le ayudara a recoger el tiradero; hizo lo mismo con mi hermana y con mi madre. Para el mediodía, cuando mis familiares empezaron a resurgir de los parajes umbríos de la intoxicación, la casa estaba prácticamente en orden.

            Nadie comentaba nada sobre el malhadado festejo.

            El tío Ramón despertó torcido en el baño, pues lo habíamos dejado allí, y trató de escabullirse sin más compañía que sus humores. Pero Nonato y yo lo trajimos de vuelta a la casa para que no se fuera sin su abrazo. Y no hubo quien se quedara sin estrecharlo, mientras el infeliz tacaño se ponía rojo y hasta morado de la vergüenza.

            Entonces supimos con certeza que todo mundo sabía lo que había pasado.

            Al año siguiente, el tío Ramón alegó que tenía catarro y no vino a la fiesta.

TRIBULACIONES DE UN POETA

El tío Humberto llegaba a cada fiesta de año nuevo con su mismo traje gastado, su mismo pañuelo para la tos que nunca lo abandonaba, y un poema para declamar después del brindis.

            Sus poemas eran espantosos: versos cursis, sin métrica y mal rimados, declamados con voz engolada y gestos rebuscados. “El año viejo se muere /y, en su último estertor, / le desea a sus verdugos / felicidad y mucho amor.” era una de sus estrofas menos peores.

            Una vez, la chaviza de la familia se rebeló contra tan insufrible tradición y declaró que no quería escuchar ni un poema más del tío Humberto.

            Me tocó a mí ir a su casa para explicarle en privado que este año no declamaría. Lo encontré con un viejo libro de oraciones, murmurando rezos por todos y cada uno de los miembros de la familia. En su simpleza y cursilería, dedicaba toda la mañana del último día del año a pedirle a Dios por una bola de ingratos que cada vez lo escuchábamos con mayor fastidio.

            Me sentí como cucaracha y eché para atrás la rebelión. Ya en la cena, le aplaudimos como nunca al tío, y hasta se le salieron las lágrimas al poeta familiar.

DANIEL EL TRAVIESO ERA UN HIJO DE PUTA

En la caricatura, por supuesto que no, pero en la colmena Geo que el Infonavit le dio por hogar, el niño latoso que nunca puede faltar era un completo castroso.

            ¿Su chistosada de fin de año? Dejarlo encerrado en la jaula de tender mientras colgaba unas jergas mojadas para que no afearan su vivienda durante la celebración de Año nuevo.

            Menos mal que no tenía nada en la estufa, pues el niño era un completo cabroncito de esos que abundan entre la niñez índigo y no tuvo suficiente con dejarlo enjaulado una hora o dos, sino que, llevando en la conciencia su crimen, cenaba tan quitado de la pena mientras él permanecía sentado y sin esperanzas en el espacio de dos por dos que su contrato le otorgaba en la azotea.

            Dormitó con la cabeza entre las rodillas hasta que lo despertaron unos ruidos: era el hijo del administrador, quien solía subir a echarse sus “churros” de mariguana. Le explicó su situación y le pidió ayuda, pero el otro estaba tan pacheco, que no le entendió nada. Ni hablar de pedir ayuda por celular, pues lo había dejado abajo.

            Por la otra escalera subió una parejita adolescente a echar pasión. Trató de llamar su atención, pero aquellos se hicieron como que no oían y, dado que sus interpelaciones molestaban a la señorita en cuestión, terminaron por irse hasta el otro extremo de la azotea.

            Estaba resignado a ser rescatado hasta el próximo año -es decir, hasta el día siguiente-, cuando subió una vecina a la que apenas conocía de vista y cuya tragedia, no obstante, era sabida por todos los inquilinos gracias a la esmerada labor comunicativa de doña Cuca, la chismosa asignada al edificio: había perdido de un golpe a su padre, su madre y sus dos hermanos en los meses aciagos de la pandemia. Platicando con ella se enteró de que había subido porque no soportaba la legítima alegría del resto de su familia cuando ella llevaba tan honda pena en el alma. Algún tío con más buena voluntad que seso había tenido la brillante idea de que el festejo de Año nuevo fuera en su departamento, “para alegrarla entre todos”, y la pobre ya no soportaba ni un minuto más de aquel viacrucis.

            Platicaron una media hora. Luego, ella botó el candado de la jaula con un martillo y un tubo que sacó del cuartito de intendencia.

            Bajaron al departamento de él y, sin encender las luces, para que nadie notara su presencia, platicaron y platicaron tal como lo necesitaba ella: en voz baja, con el derecho a llorar y a alzar el puño contra el destino, poniendo el dedo en la llaga en vez de añadir al sufrimiento la indiferencia o una pretendida inmunidad al dolor, sin obligarla a superarlo ni a aprender nada de ello, ni mucho menos a agradecerlo.

            Y el milagro de la comunicación entre dos seres humanos y el misterio del sufrimiento se actualizaron en ese pequeño departamento a oscuras.

            Después ella se fue con el ánimo de soportar lo que faltaba de la fiesta y el soñó con estrangular a un niño malcriado.

            Al día siguiente, sin embargo, se sintió magnánimo y ni siquiera acusó al pequeño cabroncito -lo cual, por otro lado, era completamente inútil, pues sus padres eran un par de peleles como los que abundan hoy día. Otra de las esperanzas perennes de la humanidad latía en su pecho y no tenía tiempo para venganzas.

            Ella, por su parte, le invitó un café.

            Nada de lo cual le quita lo hijo de la chingada al niño.

COLORIDO

Sabía que muchas mujeres recurren a portar pantaletas rojas en la noche del 31 para asegurarse lo mejor en el siguiente año, pero cuando la tía Juliana convenció a sus hermanas, cuñadas y sobrinas para que entre todas utilizarán toda una constelación cromática para que la siguiente jornada de la Tierra alrededor del Sol fuera espectacular, estaba seguro de que eso sólo ocurría en casa de mi abuelo.

            El pobre hombre, serio, arrugado y oscuro, como corteza de árbol, solamente apretó la boca cuando las mujeres de la familia comenzaron a mostrarse unas a otras los calzones para verificar que abarcaban todos los colores y, por ende, todos los beneficios.

            Lo peor fue cuando la tía Obdulia, seriamente mala copa, salió con la idea de que había que moverse mucho para “sacudirse las malas vibras” y atraer “las buenas ondas del Universo”, tal como indicaba el libro de donde la tía Juliana había sacado la idea.

            Lo que empezó como un par de pasos descoordinados, pronto derivó en una especie de baile regional mal coreografiado. Y terminó con un frenético can can multicolor que todavía aparece en mis sesiones de terapia.

ITINERARIO

11:30 a.m. – Despertar. Cruda. Sabor a vómito. El piso se va. La mezcla de tragos de la noche anterior se retuerce en sus entrañas como un alien. Llegar al refri: agua fría. Agua caliente en la regadera, muy caliente. Una hora bajo el chorro. Salir y tirarse sobre la cama.

2:00 p.m. – Comiendo quecas en el mercado. Sacar dinero de papi en un cajero. Llamada de la madre: ignorar. Insiste por WhatsApp: “¿Vas a venir al fin de año con la familia?”. Respuesta escueta, sin horario específico.

3:00 p.m. – Botellas en el suelo del automóvil, más allá, las piernas de la susodicha en turno. El último faje del año en un hotel de paso, pero de los buenos. Coger como en los videos porno que ya se están volviendo una adicción. La novia protesta. ¡Que se calle la perra!, para eso se le invierte.

4:30 p.m. – Dejar a la novia -una de tantas-, en casa de sus papás. ¿Pasar a saludar y mostrar un miligramo de decencia? Mejor no. Ya viene flameado. Detenido por la patrulla. Mordida. Esta vez es doble por ser año nuevo. ¡Feliz año, oficial hijo de puta!

5:00 p.m. – Pasar al departamento del amigo de las pastillitas alegres. El dealer se pone melodramático: “¡Me siento muy solo, we!”. ¡Pobre pendejo, es de esos tarados que se deprimen en diciembre! Va a recibir el año hecho una piltrafa o suicidado.

6:00 p.m. – Misa en la capilla privada del conjunto residencial familiar. Sacerdote de una de las sectas inter ecclesiam, rector del colegio por donde han pasado todos los varones de la familia. Comulgar, los requisitos no aplican para los VIP. Se hinca y cierra los ojos, aunque es un gesto falso, se le clava la punzada de que tal vez hay algo mal en su vida. El primo chistorete le patea el trasero. Se acabó la reflexión.

8:00 p.m. – Del bar al salón lounge, ida y vuelta. Es lo mismo que los antros de cada fin de semana, de cada noche, sólo que aquí lo único que hay para pescar son primas y una que otra tía sonsacadora, como la tía Beka, que durante uno de los peores periodos de su alcoholismo matutino lo inició cuando apenas había comenzado a tener erecciones. Ahora siente un deseo incestuoso por la hija de ella: su prima Maqui. ¡Eso sí que sería karma extremo! Empiezan a circular las pastillitas de la felicidad. Sólo los ñoños y los perdedores creen que son malas.

11:00 p.m. – El torbellino. El espacio y el tiempo han sido devorados por un vórtice. Luces, rostros. Nada está fijo. Probablemente esté bailando. O cogiendo. Siente piel, calor, y luego un pinche frío que lo hace temblar sin control. ¿Tendrá un ataque? ¿Se estará infartando? ¿Está eyaculando? ¡Sepa la verga! “¡YOLO, puto! ¿Tengo camisa? ¿Me estoy orinando encima? ¿Estoy penetrando a alguien? WTF! (Es que a mí me educaron bilingüe desde chiquito y también deliro en inglés)”.

AÑO NUEVO – Uvas y una chingadera que sabe a refresco pasado. Besar en la mejilla a la abuela con la misma boca que hace unas horas se estaba comiendo un coño. ¿Sabrá cómo soy de verdad? Abrazo consentidor del padre: le pide un poco de disimulo frente a la familia, pero le gusta que sepa gozar de las cosas buenas de la vida, para eso ha vendido su alma al demonio de la corrupción: para que sus hijos disfruten los placeres de la minoría selecta. Un corto circuito químico lo destroza por dentro. Y cuando el tío Manfredo le da unos consejos con aliento a bacalao, no puede más y vomita sobre él.

12:15 a.m. – Él y su madre, en un cuarto pequeño, lejos de todos. Le suplica que se aparte de todos los excesos que tarde o temprano le cobrarán factura. Le aprieta el abrazo, como cuando lo regañaba de niño. La madre llora. Si tan sólo pudiera entender lo que dice, tal vez él también lloraría, pero han comenzado a darle violentos escalofríos y no escucha nada.

1:30 a.m. – Toma un ponche de quién sabe qué en un antro, al que fue para evitar miradas recriminatorias en la reunión familiar. Se le quita la temblorina. Se reprocha su momento de debilidad. Se consigue un par de viejas, a cual más interesada y a cual más puta. Que se la mamen ahí mismo. Un fajo de billetes para la que se lleve la leche.

3:45 a.m. – Llega al departamento que le paga su papá para que “caiga” a dormir cuando no está presentable, es decir, hecho una mierda. Va al baño. Le arde. Una especie de resabio queda en su miembro. Ya ha tenido enfermedades de esas, pero siempre le da miedo. Sería buen momento para pensar un poco sobre su vida, pero está hecho papilla. Llega dando tumbos a la cama.

11:30 a.m. – Despertar.

GENTE BIEN

Ya les habían pagado y era hora de irse. La posada había estado regular. El relleno de la piñata había estado decente y el taquero contratado para el evento parecía haber adivinado que se enfrentaría a una manada de tragones sin fondo y toda una trinchera de cazuelas rectangulares con arroz, nopales, frijoles, cebollas fritas y demás había mantenido a raya las ansias mezcladas del hambre y el desquite que yacían en las entrañas de cada uno de los gaseros.

            Imposible no agarrarle odio al trabajo, si era uno de los más pinches del mundo. Tenían que llegar de madrugada, cargar los cilindros que lo trituraban hasta hacerlo pasar fines de semana completos echado en la cama, aunque apenas pasaba de los veinte años, y siempre terminaba apestando a gas. La paga era infame y su único atractivo era que “es mejor que no cobrar”.

            El caso es que ya iban saliendo cuando los llamó el patrón: había un problema en la mansión y tenía que armarse una cuadrilla de urgencia. La mansión era la casa de un político, el mejor cliente de la gasera, y el patrón se esmeraba con él como con ninguno. Así fuera 31 de diciembre a las cuatro de la tarde, si había problemas en la mansión, tenían que atenderlos.

            Accedió a ir porque implicaba una paga extra y porque, de todos modos, no tenía muchas ganas de llegar a su casa. Sus papás ya debían estar ebrios a esa hora y si se le ocurría organizar una cena modesta para que sus hermanos menores no se pasaran el cambio de año en blanco, lo único que recibiría por su esfuerzo serían reproches.

            Cuando llegaron a la mansión, se dieron cuenta de que se trataba de una pendejada; saldrían pronto de allí. Se felicitó por haber acudido y ganarse el bono más fácil del año. Por consideración al cliente, lo enviaron a seguir la tubería para asegurarse de que no hubiera fugas, aunque era algo totalmente innecesario. Y fue a dar hasta un austero y gélido cuarto de servicio, que al parecer estaba lejos de todo. Trató de encender la luz, pero estaba fundida.

            Entonces se abrió la puerta y una deliciosa silueta femenina se abalanzó sobre él y tomó sus mejillas con ambas manos, unas manos suaves, como las de quien nunca ha lavado platos, y frías, como si estuviera tan nerviosa como él cuando besó a su primera novia. El beso fue cálido, ansioso, como si le hubiera traído ganas desde hace mucho tiempo, aunque no se le ocurría a quién podría conocer allí. Luego, ella se separó como relámpago y salió de la habitación, de modo que él se quedó viendo puntitos de colores, con el pantalón abultado y un ligero mareo que era distinto al que producía el gas.

            Salió al pasillo y no vio a nadie. Pensando en que su tardanza podía provocarle problemas -todo podía provocar problemas en casa de los ricos-, se apresuró a reintegrarse al grupo y estaba ansioso por irse, aunque nada de lo que pasó había sido iniciativa suya. Sin embargo, el supervisor los recibió con la noticia de que al cliente, cristiano de ocasión, le habían agarrado sus cinco minutos de buen samaritano y había ordenado que se les alimentara en el comedor de servicio. El patrón, consultado por teléfono, había decretado que debían aceptar.

            Mientras comía, trataba de concentrarse en mostrar buenos modales –a los ricos les encanta comprobar cuán burdos e ignorantes son los pobres, cuánto se merecen su jodida suerte. No obstante, a pesar de sus esfuerzos terminaba pensando en la mujer que lo besó. Era joven y delgada, y había parecido muy atraída por su musculatura superior, pues le había apretado los bíceps mientras lo besaba.

            Lo curioso es que, si bien se había prendido, conforme el evento se alejaba en el tiempo empezaba a sentir y pensar cosas que nada tenían que ver con el urgente agolpamiento de su sangre entre las piernas. Era algo tan nuevo que le costaba darle forma, pero ahí estaba.

            Para cuando iban en el postre, se asomó una de las muchachas de la fiesta por la puerta entreabierta del comedor. Las chavas ricas siempre le daban la impresión de haber saltado de un catálogo de Liverpool. Como sólo él la vio, por un momento pensó que se la había imaginado, pero luego ella regresó con una amiga y entonces supo que no se engañaba.

            Cuando se levantaron para ir al camión y marcharse, pidió permiso para pasar al baño. En vez de eso, aprovechó la exacerbación de su olfato para seguir el rastro a perfumes caros que habían dejado las jóvenes. Sabía que por esa transgresión el patrón lo correría y lo mandaría madrear, pero había algo dentro de su pecho que se retorcía y no lo dejaba en paz.

            Llegó a un pasillo con piso de mármol, decorado con espejos y cuadros a los lados. A la izquierda, una puerta estaba entreabierta y de su interior surgían voces femeninas y agitadas.

            “La próxima vez, te vas a la verga, we’. Tu pinche jueguito no tuvo nada de divertido. El hocico le sabía a muela cariada y casi me ahogó con la peste a gas. Está muy mamado, eso sí. Pero primero tendría que bañarlo y llevarlo al veterinario. Dirás que es muy chingón revivir el cuento que leíste sobre un beso a oscuras, pero la próxima vez que tengas una idea mamona, te la aplicas tú y te coges al Brayan, y a mí me dejas de estar chingando”.

            Cuando subió al camión, tenía un gesto tan hosco que nadie se decidió a hacerle la plática.

FRÍO DE PERROS

Ella no tenía mucho qué celebrar. Su padre había sufrido una embolia ese año y había quedado incapacitado para trabajar; la pensión, por supuesto, había sido calculada mañosamente baja por algún funcionario inalcanzable. Ni siquiera el inicio de una nueva década parecía animarla, pues los ideales sesenteros parecían ceder cada vez más terreno a la simple adicción, a la estridencia, a un barroquismo más ridículo que transgresor. Y para colmo se sentía un frío de perros que atrofiaba las ganas de celebrar. No pintaba bien 1970 y ni siquiera había comenzado. En cuanto iniciara, tendría que equilibrar sus estudios universitarios con la atención a sus hermanos y un trabajo indispensable despachando en una farmacia.

            Él no tenía mucho qué celebrar. Desde que su padre había muerto y los hermanos se habían dispersado, los altibajos en su vida habían ilustrado a la perfección la “lucha por la supervivencia”. Sabía lo que era ganar dinero con el propio trabajo y regalarse un fin de semana de derroches, y también sabía cómo se sufrían los días largos en que ya no alcanza para comer y se ansía la fecha de pago con todas las tripas; sabía lo que era comenzar a prosperar y asomarse al mundo de las personas que ya se plantean objetivos desligados de la supervivencia diaria, y también sabía cómo se contrae el pecho al descender hacia el abismo de la pobreza.

Estaba harto de ese vaivén; le repugnaba la idea de que la vida lo derrotara por puntos, así que buscaba que uno de los dos saliera noqueado. Un camino era acercarse a las personas indicadas -sabía quiénes eran-, convencerlos para que le dieran una oportunidad, comenzar con trabajos modestos y lotes de poco valor, para luego ir subiendo hasta lograr la prosperidad ilícita -porque el crimen sí paga- o terminar baleado y sin nombre, como tantos parecidos a él. La otra ruta era encontrar el amor, algo que le diera un sentido humano a su vida, que le proporcionara un contexto que ya no fuera el de Darwin. Pero, ¿cómo?, ¿dónde? No es que fuera tímido con las mujeres, pero encontrar una verdadera compañera de vida le parecía un atentado inútil contra su entorno, que cada vez parecía más un destino.

Siguiente Año nuevo. No ha sido fácil para ella, pero aquí está. El trabajo en la farmacia no es pesado y le gusta ver cómo las personas llegan angustiadas y se van más tranquilas, con toda su confianza puesta en las cápsulas, tabletas, grageas, soluciones o suspensiones indicadas para el caso (ahora sabe las particularidades de cada una). Además, puede dedicar las largas horas de la noche a la lectura de las obras que le dejan de tarea en la carrera de Letras. Su padre está en la casa, bien atendido, aunque con cierto estigma de mueble arrumbado (faltan años para que se normalice la idea de la terapia de recuperación de la funcionalidad). Ya veremos qué pasa en 1971.

Siguiente Año nuevo. No ha sido fácil para él, pero aquí está. Se vino a la capital porque al jefe, nuevo nombre para el sempiterno cacique, se le ocurrió que las míseras tierras que le había dejado su papá -un vil pedazo seco de cerro- estaban buenas para el negocio, y con ellos sólo hay las dos opciones de siempre: plata o plomo, y él no quiso ninguna de las dos, así que huyó hacia la urbe. Tiene un trabajo feo en un buen ambiente: es staff de cine. Carga cosas y hace chambas, igual que un maistro cualquiera, pero su labor queda plasmada para la posteridad en el rincón del celuloide que dejan libre las estrellas. Lo que le sigue pesando es la soledad, sobre todo cuando llega a su departamento a sentarse en una pila de libros para leer otros volúmenes, hasta que le dé sueño y se eche a dormir en una cama que siente grande. A final de cuentas, no se queja. Ya veremos qué pasa en 1971.

De regreso de la posada en los estudios Churubusco lo agarró el aguacero. Para cuando llegó a su rumbo, ya venía estornudando. Si hay algo que le aterra es enfermarse sabiendo que vive solo, por lo cual busca una farmacia que esté abierta para aprovisionarse de todo lo necesario para calmar sus síntomas y su ansiedad. Cuando entra, se topa con una muchacha que está leyendo sobre el mostrador. Ella alza la mirada y él ve en sus ojos un destello muy profundo y algo triste, que le habla muy quedo y muy adentro. Y ella debe ver algo en él, también, pues le sonríe.

Ya veremos qué pasa en los próximos años, pero el spoiler soy yo.

SÍSIFO

Sísifo tiene veinte años. Le ha ido muy bien en sus estudios universitarios, así que cuando escribe sus propósitos para el próximo año, no duda en encabezarlos con “conseguir un buen trabajo”. Quiere algo donde puede aplicar todo lo que ha aprendido, un ambiente agradable en el que trabaje con personas interesantes y una paga que le permita independizarse con éxito de sus padres. Como no quiere estar solo en su nueva situación, añade otro propósito relativo al amor: no es que ya se quiera casar, pero siente un impulso hacia algo más que noviazgos más o menos pasajeros.

            Unos años después, otra vez es 31 de diciembre. Sísifo ya vive independiente de sus papás, aunque tuvo que recorrer un itinerario que no se esperaba: primero rentó un cuarto, luego se fue a un departamento con tres roomies y ahora por fin vive solo en una cáscara de nuez que se lleva el 45% de su sueldo. En cuanto al amor, las cosas han ido mejor. Sísifo ya lleva dos años con su novia y quieren casarse. Decidieron pedir un préstamo para cubrir todos los gastos. Se dedicarán los primeros cuatro años de su vida de casados a pagarlo y después podrán volver a utilizar su línea de crédito para financiar la llegada de su primer hijo (aunque Sísifo tiene la esperanza de tener, para esas alturas, un trabajo tan bueno que ya no haga falta pedir prestado). Hasta ahora, Sísifo ha navegado en el océano de los Godínez, pero no pierde la esperanza de metamorfosearse en tiburón y acceder al mar de los grandes negocios.

            Es 31 y esa es la edad que tiene Sísifo. Se acaba el año y a veces siente que se le acaban las esperanzas. Se ha divorciado, así que vuelve a copiar el propósito ya cumplido de “encontrar el amor” y, de paso, el de independizarse de sus padres, pues el pago de la pensión que su ex consiguió para la hija de ambos (que tuvieron al año de casados y no a los cuatro) no le permite mantener una vivienda aparte. Podría, claro, si tuviera un mejor trabajo, pero a pesar del posgrado que le costó lumbre y de sus buenos resultados, Sísifo no asciende en la escala corporativa, pues no tiene el pedigree académico-social que le llena el ojo a los directivos. Esa noche le regalan un libro donde lee, reconfortado, que su situación es muy común, y que no debe hacerse la víctima, sino reconocer su responsabilidad, pues si aún no ha emergido de la mediocridad es por su falta de huevos (así se llama el libro: Échale huevos y alcanza el éxito).

            Han pasado diez años. Sísifo ya tiene otra familia: una mujer con la que no se casó (para no gastar y para que no le saquen otra pensión si las cosas no funcionan) y un hijo que ella ya traía de otra relación. Sísifo ha puesto todas sus cartas de propósitos de año nuevo sobre la mesa: son veinte; las primeras ya amarillean. Conecta con un crayón los tres objetivos que siempre se repiten y nunca se cumplen: amor, trabajo, hogar. Ciertamente, no está solo, pero su situación sentimental dista mucho de ser lo que deseaba. En cuanto al trabajo, ha traspasado el umbral infernal de los 40, y su buen trabajo Godín le parece mejor que arriesgarse a buscar empleo con esa terrible edad marcada en su currículum. Después de todo, él todavía firmó un contrato por tiempo indefinido, tiene prestaciones completas y si bien sus posibilidades de ascenso son nulas, puede cumplir perfectamente lo poco que se espera de él. Sí, mejor ser un gran pez en un estanque pequeño, el rey pigmeo de los cubículos. ¡Ni hablar de tratar de emprender! Lo más doloroso es la cuestión del hogar: pasando el año nuevo tendrá que hablar con su mujer, con los gastos de la educación de su hijo, no queda otra que volver a casa de sus padres y usar el ahorro para lo que requiera el niño. Ni hablar de tener uno juntos. Su hija, la de él, ya va para la prepa’ y la mamá insiste en que la curse en un colegio privado y va a demandarlo para aumentar la pensión. Aprovechando que aún no han llegado los otros, Sísifo llora sobre sus sueños relegados. Pero recibe de regalo otro libro: Cómo quitarse los lentes de la desgracia, y decide que nunca más volverá a llorar, pues, de hecho, tiene mucho que agradecer en la vida, sólo que su mirada pesimista le había impedido darse cuenta.

            Diez años más. Sísifo apenas se entera de que es año nuevo. Hay mucha presión sobre él: un gerente dos décadas menor que él le avisó que fue víctima de la última reingeniería organizacional; los gastos de la enfermedad de su padre amenazan con forzarlos a vender la casa; y el juicio para librarse de la pensión, dado que su hija ya es mayor de edad, avanza como tortuga y mientras tiene que seguir depositando. Cuando ve al hijo de su mujer escribiendo una carta de propósitos se enfurece y descarga contra él toda la frustración de su vida, lo que provoca la partida de la deficiente familia que él pudo formar. Esta vez no recibe ningún libro, es él quien redacta una carta póstuma.

LA DORADA RUTINA

¡Cuántas veces odió las fiestas de año nuevo! Los mismos parientes -con la adición anual de dos o tres bebés llorones-, las mismas bromas de los mismos tíos, el mismo menú -incluyendo la misma pierna seca de la tía Sabina (y sí, podría ser un doble sentido)-, los mismos cohetes de contrabando del primo “muñe” (de “muñeco”), el mismo puti-atuendo de la misma prima.

            Detestaba corroborar, entre los niños, jóvenes y mayores de su sangre, el borreguismo imbécil de seguir la última moda, la última serie, el más reciente challenge; el apego absoluto a la rutina; la incapacidad de dar un paso en una dirección nueva.

            Sobre todo, le irritaba corroborar que cada año el festejo era una calca del anterior: misa a las siete, cena a las nueve, uvas y abrazos a las doce, retirada a la una treinta. No se permitía ni una sola variante. Es decir, los chavos de la familia podían “hacer su relajo” en el cuarto de servicio desde que el clan llegaba de misa y hasta que el tío Humberto preludiaba la cena con el poema cursi que en cada ocasión escribía “como elegía para el año que se va y alborada del año que arriba”, pero llegada la hora todo tenía que transcurrir con la precisión de un protocolo del palacio de Buckingham, aunque acá no se tratara más que de una humilde vivienda clasemediera perdida en las inmensidades del otrora D.F.

            ¡Detestaba la rutina!

            Y, sin embargo, hoy, veinte años después y en tierra extranjera, sin más compañía que los rostros que aparecían sucesivamente en el monitor de su computadora portátil, ¡cómo añoraba aquel ritual persistente con que él y los suyos habían recibido cada nuevo año antes de dispersarse por el país, por el mundo, por la vida!

            Hoy, que ya no era posible reunirlos a todos bajo un mismo techo, que apenas si se enteraba de que algún niño, cuya lengua materna no sería el español, había aumentado el número de sus parientes, y ocasionalmente le llegaban tristes líneas de que tal o cual de sus ascendientes ya se había convertido en recuerdo, ¡qué dorada y qué bonita le parecía la rutina de antaño! ¡Y qué ciego y qué torpe el afán de novedad que le había amargado tantos momentos que ahora sabía valiosos más allá de toda medida material!

            ¡Hubiera dado tanto por otra noche así!…

UN MISTERIOSO EXTRAÑO

Un misterioso extraño entró a nuestro salón una fría mañana de enero y nos dijo:

            “Hoy han vuelto a clases después del año nuevo. Cursan el último año de la preparatoria. Les diré varias cosas que pasarán de aquí a diez años: algunos de ustedes harán un recorrido brillante por las aulas universitarias, con reconocimientos y posgrados; otros, ni siquiera llegarán a pisarlas. Algunos se casarán y tendrán hijos; otros tendrán hijos sin casarse; unos se divorciarán en menos tiempo del que les llevó planear la boda y otros nunca se casarán. Varios irán a dar al buró de crédito y tal vez alguno a la cárcel. Habrá quien enfrente procesos jurídicos y otros enfermedades peligrosas”.

            Al principio, nos pareció muy obvio lo que decía. Sin embargo, conforme hablaba fue captando nuestra atención. Cuando vio que todos lo mirábamos fijamente, sonrió y prosiguió.

            “Muchos engordarán. Unos serán pelones y otros calvos. Entre todos, se fracturarán más de una docena de huesos, sufrirán más de diez metros de cortadas y sentirán el dolor de unos buenos metros cuadrados de moretones. Algunos, no digo si suertudos o no, tendrán más de una docena de parejas sexuales y otros se contentarán -o se resignarán- con un par”.

            Nos reímos como tontos al escuchar las predicciones del misterioso extraño sobre temas que normalmente no se trataban tan abiertamente en las aulas.

            “No se rían. Tal vez alguno de ustedes tenga menos de una década por vivir. Muchos serán asaltados. Y por lo menos a uno lo van a tratar de secuestrar”.

            Nos miramos unos a otros con el mismo terror dibujado en el semblante: ¿Acaso seré yo?

            “Más de uno irá a dar a terapia. Y al menos alguien en este salón sufrirá una depresión severa. Mírense y pregúntense: ¿quién de nosotros será diabético?, ¿quién de nosotros se va a infartar?, ¿quién sufrirá una enfermedad incurable?”.

            Hubo un largo silencio, mientras sentíamos que el piso se deshacía bajo nuestros pies. Hasta ese momento, nuestra mayor preocupación eran los exámenes. Y este sujeto, salido de quién sabe dónde, de repente arrojaba sobre nosotros cosas mil veces más complejas y difíciles.

            “Pero no se espanten. También hay cosas buenas. Algunos de ustedes tendrán un buen salario, más de una casa, viajarán por diversos países. Otros llegarán a tomar decisiones importantes, ya sea en la política o en los negocios. Puede ser que, incluso, alguno se vuelva famoso y aparezca en la televisión. Existe la posibilidad de que vivan un romance con una celebridad”.

            Otra vez nos reímos, aunque con un poco de nervios.

            “A lo que voy es que ustedes están terminando la preparatoria y no se han dado cuenta de que se les viene encima la vida [esto lo dijo muy despacio], con su portentosa luz y sus tinieblas. Hasta ahora sus triunfos y fracasos han sido domésticos o escolares. Ya no. Es hora de que comiencen a asumir su papel en el mundo. Traten de que sea uno bueno”.

            Y dicho esto, se fue.

ORACIÓN DEL PRIMERO DE ENERO

Es una mañana silenciosa. A lo lejos se oyen las voces de los madrugadores (porque levantarse a las ocho en primero de enero es madrugar): recogen la basura, barren el patio. Niños ansiosos truenan los cohetes que todavía les quedan, a pesar de las recomendaciones de las autoridades y de la contaminación. Hasta las habitaciones llega el aroma del café recién preparado.

            La mesa da cuenta del festejo nocturno: botellas de sidra, a medias y ya sin burbujas; el plato donde algún comensal dejó las aceitunas en la orilla; copas intactas con uvas, las que estaban preparadas “por si acaso”, un año de alegrías y dolores que nadie quiso tener.

            Las ropas de gala han cedido su lugar a las piyamas, y los peinados de precisión milimétrica han sido sustituidos por greñeros que hacen recordar la leyenda de que los duendes nos despeinan durante el sueño.

            Como en un programa de análisis futbolero, se repasan los momentos más importantes de la noche anterior: el platillo más delicioso, lo dulces/amargas que estaban las uvas, la simpática graciosada del primito y la impertinente chistosada del tío, etc.

            En las calles no hay nadie. Al año viejo se le despide de gala y al año nuevo se le recibe en fachas. La presión de los preparativos es remplazada por la dulce placidez de no hacer nada. Y la expectativa se convierte en gozosa inercia.

            Apenas un par de automóviles cruzan las calles que todos desearíamos así de desiertas el resto del año. También el parque es un deleite. Salvo por los inevitables perros fastidiosos, con sus ridículos dueños delirantes por sus “perrhijos”, se puede disfrutar a gusto de los árboles y del olor a hierba. Pero, sobre todo, del silencio y de la quietud.

            El año nuevo se ha presentado vestido de luz, como una niña con traje amarillo. Todo parece recubierto del fulgor de las esperanzas renacidas. Y en el silencio, todo se transforma.

            La vista, tan enfocada en lo cotidiano, de pronto se ensancha y abarca toda la vida. Observamos nuestro pasado y saboreamos de nuevo los recuerdos gratos, que ahora se han impregnado del gusto del vino añejo. El presente es casi estático, inmóvil, como si subiéramos a una atalaya para ver mejor el camino recorrido y el sendero por venir. El futuro, como siempre, es una silueta, pero una silueta bella, que esperamos no se torne fea conforme se acerca.

            Del silencio surge, como un arroyuelo que nace, la voz interior. La voz de nuestros ancestros, con las palabras, consejos, regaños, felicitaciones y bendiciones que dejaron impresos en nuestra alma; la voz de la conciencia, ésa que tantas veces hemos querido callar, porque estorba a nuestros deseos, la que tanto nos insiste, “a tiempo y a destiempo”, para que tomemos el camino de la luz, que no siempre hemos seguido, la que nos recuerda nuestros talentos y nuestros tesoros, las evidencias íntimas de que somos hijos de Dios, y también nuestras tinieblas y crímenes, que nos dicen con serena firmeza: “somos pecadores”.

            ¿Qué ha sido de nuestra vida? ¿Qué nos traerá el futuro? El alma oscila como un péndulo entre estas dos preguntas y se deleita en sus intuiciones, sus anhelos y su falta de respuestas contundentes.

            Una anciana sale a tomar el sol, y un niño juega sentado en la hierba. A un muchacho se le escurre la vida mientras se queda absorto, sin más mundo que la pantalla de un celular. Una joven sale a pasear con el séquito invisible de sus conflictos adolescentes. Un hombre pobre exprime una naranja para su hijo. Y un mendigo duerme sin saber que ya es 1º de enero. Un hombre lee poesía en una banca. Y la vida está allí.

            La iglesia abre sus puertas. Pero hoy todo el mundo tiene la serenidad de un templo. Se acabará pronto: volverán los paseantes, reiniciarán los cursos, habrá que ir al trabajo. Pero hoy, sólo hoy, sólo por este momento, el alma puede emerger de su sagrario y tener un momento de comunión con el mundo.

            Una llamada, un encargo baladí, el olor de la comida. El encantamiento se rompe y es necesario volver a la cotidianidad. Y, sin embargo, la voz interior continúa su murmullo (¿es una súplica?, ¿una oración?). Tal vez, sólo tal vez, ahora sí aprendamos a escucharla.

            La noche llega rápido; el primero siempre es un día corto, porque llegamos tarde a él. Remansos de gratitud y esperanza habitan el alma.

            Ojalá siempre fuera así.

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Stephany Canales
Stephany Canales
10 months ago

Exelentes Relatos. Maravillosa prosa.

Enrique
Enrique
10 months ago

Gracias Álvaro Sánchez Ortiz, por estos relatos donde se nos abre la conciencia de nuestra humanidad contingente y fugaz; de nuestra grandeza que trata de abrirse paso en medio de nuestras miserias
La realidad siempre supera la ficción, pero es bueno tratar de retratarla, para que la memoria no la olvide
Feliz año nuevo

Luis ortiz
Luis ortiz
10 months ago

Excelentes cuentos, unos tiernos, otros pícaros y groseros pero de todos y cada uno veo, reconozco y recuerdo situaciones similares que nos pasan en los últimos días de diciembre de cada año,,,, felicidades, publiquen más!

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