Por Santiago Daydi-Tolson
Hace una docena de años vinieron a San Antonio, de visita, los amigos escritores del Ateneo Literario José Arrese de Matamoros y los que por entonces éramos un grupo de escritores hispanos de la ciudad tuvimos con ellos en la Universidad de Tejas en San Antonio nuestro primer encuentro de lo que después vinimos a llamar “Letras en la frontera”. Gracias a la iniciativa, entusiasmo, dedicación y capacidad organizadora de uno de los mejores entre nosotros, fuimos encontrándonos en años sucesivos cada setiembre escritores de ambas bandas del Río Bravo o Río Grande, conformando así lo que más de diez años después constituye una comunidad de escritores dispersa—o más bien extendida—en una amplia área geográfica escindida por una línea divisoria que no tanto nos divide como nos une. Felicitémonos de esta continuidad y aplaudamos los esfuerzos y optimismo de quien ha hecho posible que nos mantengamos en contacto tanto en los encuentros anuales, que se han ido realizando en la sede de la UNAM de San Antonio, como en esta página electrónica: Alfredo Ávalos, el voyeur, mirón digamos, que ve debajo de las piedras y en el corazón de todos y cada uno de nosotros. Para él nuestro agradecimiento.
Prueba de la fuerza cohesiva y del poder de convocatoria de Letras en la Frontera ha sido la reciente publicación electrónica de una antología de textos inspirados por la anomalía de lo que se va volviendo normal en este Mundo Clausurado. Su presentación en línea, con la participación de sus diversos autores, ha venido a substituir, en un encuentro virtual, al acostumbrado encuentro anual en vivo—y cómo—de cada setiembre. Disponibles en la página de Letras en la Frontera están el libro, en versión digital gratuita, y el video del encuentro en que los autores leen cada cual su texto antologado.
Qué duda puede cabernos ya sobre la efectividad y persistencia de esa fuerza unificadora y ese poder de atracción que tiene en estas tierras geográficamente continuas y geopolíticamente fraccionadas la frase “Letras en la frontera”. Nos hermana. Nos compromete a formar parte activa de ellas. Nos invita a escribir.
Cargada está de sentido la frontera; es decir de imágenes mentales, emociones, conceptos y memorias que los ya bastante extendidos estudios fronterizos hacen patentes en su carácter conflictivamente peculiar y distintivo de una región y su esencia cultural. La frontera define a quienes la habitan y habla de un modo profundo en sus letras.
No es mi tarea—porque soy incapaz de cumplirla—meterme en los recovecos de un asunto tan complicado como el que presenta la realidad sociocultural de nuestra frontera, ésta que demarca dos comarcas en íntimos encuentros y desencuentros en el tejer y destejer del paso de una a otra: de vivir en ambas. Más apto me siento para sólo discurrir un tanto vagamente sobre el asunto, a modo de quien platica entre amigos, interesado no tanto en pronunciar el juicio exacto como en proponer en el divagar tentativo algunas impresiones sugerentes, ésas que se inician en la intuición sentida y que, bien entendidas, pueden llevar a una comprensión cabal, más emotiva que intelectual, de un asunto con demasiadas vetas que calar.
Así, al pensar en este fenómeno inmediato de la frontera y sus letras, sus escritores, los que aquí nos encontramos, me he dejado llevar por la memoria mitológica—la que uno hereda de la inventiva de muchas generaciones—hasta llegar al principio mismo de lo que la frontera implica: la expulsión del hijo del Jardín de las Delicias—el edén bíblico, la Edad de Oro de los antiguos— y la formulación del primer deslinde y del exilio humano en este Valle de Lamentos que nos hemos repartido y vuelto a repartir a sablazos y patadas.
Grafica esta historia mitológica de inicios nuestra condición de especie territorial condenada a establecer un territorio de estadía, y no sólo en términos de geografía. Somos territoriales y tribales, dogmáticos y partidistas: nos rodeamos de líneas divisorias en un afán defensivo de definirnos e identificarnos, como lo que creemos ser o quisiéramos ser, diferenciándonos. Nos imponemos nuestros propios límites, nuestras divisiones; establecemos nuestras propias líneas de tensión, los frentes bélicos de enfrentamientos, bordes que no se deben trasponer: nos encerramos y encerramos al otro, al excluido. Trazamos en la arena el reto de la línea que divide y no se ha de pisar ni menos aún trasponer. Elevamos muros, fortificaciones, atalayas.
No actúa así, me parece, quien escribe sinceramente necesitado de hacerlo, porque escribir no es otra cosa—o debiera ser no otra cosa—que una incursión al otro lado, un salirse de los límites, un borrar líneas, un derribar empalizadas de todo tipo, un rebelarse contra todo territorio delimitado por líneas divisorias. El escritor no necesita limitar a un mínimo su entorno ni aceptar limitaciones preestablecidas para concebir su identidad y otorgarles identidad a los otros. Todo lo contrario: se define en la transgresión, en el rechazo de lo acotado en favor de lo inclusivo.
Así, no ha de sorprendernos que en la base de nuestra tradición literaria esté el verso escrito en la frontera.
En efecto, si volvemos la mirada mil años atrás a un pasado de orígenes, aquél cuando la lengua, la nuestra, la que podemos nombrar, según se prefiera, como español o castellano, daba sus primeros signos de vida y balbuceaba apenas los versos inaugurales de nuestra literatura, veremos que lo hacía en el lugar del encuentro de dos territorios: el de la España árabe—mozárabe y hebrea—y la visigótica cristiana.
Eran tiempos de enfrentamientos culturales en una tierra dual dividida y demarcada por lo que en términos políticos y militares se llamó frontera, ese territorio fluidamente elusivo de los encuentros [1]
En los versos castrenses del Cantar de mío Cid tiene el término “frontera” su primer uso documentado:
“a los moros de frontera los han mandado llamar”
canta el juglar, contando cómo el rey moro de Valencia se apresta a enfrentar al héroe cristiano que, desterrado, ha cruzado de un territorio a otro:
“a tierra de moros vino y deja la de cristianos”,
canta otro verso del poema.
Como los estudios filológicos lo han demostrado, los primeros textos literarios en nuestra lengua se escribieron y dijeron en esa frontera, la que separó y unió durante ocho siglos el mundo de la España semítica—musulmana y hebrea—y el mundo de la España cristiana. Son versos que hablan del secreto tejido humano que es la vida fronteriza.
¿Qué faré yo
o qué serad de mibi?
Habibi
No te tolgas de mibi.
Canta la enamorada en lengua que es mezcla del romance cristiano y el árabe musulmán:
Qué haré yo
¿O qué será de mí?
Mi amado
No te vayas de mí.
Quien escribió estos versos—un poeta judío de renombre—y quienes los recitaban o cantaban en plazas y bodegones, eran gente fronteriza, de dos lenguas, dos culturas, dos sangres entrelazadas en el amor y la disputa.
Nuestros primeros versos, los del albor de nuestra literatura—la española y la americana que habla la lengua de España, lengua mestiza como pocas—son poetas bilingües, biculturales como lo es su público, un maravilloso engendro mestizo de dos códigos confundidos.
Cómo no sentir esos versos como propios, como dichos por la voz de alguien que conocemos bien, que tal vez sea nosotros mismos.
Como se sabe, esos breves versos—de los que hay muchos—se los llamaba zéjel, que era una mínima estrofa bilingüe que los poetas árabes y hebreos añadían al final de sus más extensas y muy bien estructuradas composiciones líricas. No son una extrañeza sino una manifestación común que documenta la peculiar condición cultural de ese mundo mixto de los territorios fronterizos.
Cabe señalar aquí que no pocos de esos zéjels son el llamado de alguien que sufre de amores por la ausencia de la persona amada. Asunto éste plenamente fronterizo que hoy se repite, probablemente no tanto en la literatura como en la realidad de tanta separación, en la experiencia cotidiana de la nostalgia, en el penar por lo de allá, por lo que se sabe cerca y nunca llega.
Gare, ¿sos devina
Y devinas bi-l-haqq?
Garme cuánd me vernad
Mio habibi Yishaq.
Le pide una muchacha a la que es adivina y adivina de verdad que le diga cuándo vendrá su amado Isaac.
La distancia, la espera, la separación y a veces el goce del encuentro no pueden sino ser el canto lírico de quienes viven en un mundo que es dos mundos a la vez y que ellos quisieran fuera sólo uno.
A estas cancioncillas del período de oro de las letras semitas en España siguen en el tiempo los romances fronterizos dichos ya en la lengua castellana de la reconquista. También el tema es en estos romances el de las relaciones de dos jóvenes separados por las líneas que delimitan territorios, culturas, parentelas y personas. Modelo de tal decir es el conocidísimo romance de “La mora Moraima”, que habla de un aspecto conflictivo de la vida fronteriza. Basten unos pocos versos:
Yo me era mora Moraima,
morilla de un bel catar;
cristiano vino a mi puerta,
cuitada por me engañar.
Hablóme en algarabía,
como aquel que la bien sabe:
—Ábrasme la puerta, mora,
sí Alá te guarde de mal.
—¿Cómo te abriré, mezquina,
que no sé quién te serás?
—Yo soy el moro Mazote
hermano de la tu madre . . .
En el Renacimiento el Marqués de Santillana, aunque italianizante, no ha olvidado el cantar centenario de un país de fronteras. Conocidísimos son estos versos de su “Serranilla V”, que habla de la región fronteriza de Córdoba:
Moza tan fermosa
Non vi en la frontera
Como la vaquera
De la Finojosa.
Las tres morillas de García Lorca, Aixa, Fátima y Marién, las que lo enamoran en Jaén ¿no son acaso una continuidad moderna de estos romances fronterizos? Confirma esta canción, que García Lorca recoge del folklore andaluz, la continuidad cultural de esa frontera que no se ha borrado en el suelo español y que en nuestros territorios americanos tuvo su propia continuidad, tan complicada de memorias, mucho antes de que otros intereses imperialistas establecieran la que ahora conocemos como nuestra —la frontera por antonomasia.
Al imponer un límite, la frontera atrae. Atrae a aquél para quien todo límite es un reto, una llamada a trasponerlo. La imagen de la pareja enamorada del zéjel medieval y de los romances fronterizos atemporales es simbólica tanto del carácter prohibitivo de la frontera como indicación de una diferencia, como del poder que esta misma prohibición ejerce sobre el espíritu independiente y su voluntad transgresora de lo que el sistema impone.
Esa curiosidad innata en el ser humano, ese deseo de traspasar el límite, esa necesidad de romper lo que ciñe define el espíritu literario. El escritor es el que rompe fronteras, el que pisa a uno y otro lado del territorio escindido, el que hace posible el traspaso de una realidad a otra. La suya es una geografía de rupturas, su residencia el movimiento de un lado al otro, siempre en la búsqueda de lo que está más allá del límite: eso que se ha de explorar, si es el territorio ajeno que se añora, si es el propio que hubo que abandonar en la aventura.
Así hemos de entender este encuentro de escritores fronterizos: como la continuidad—herencia milenaria—de un proceso de autoidentificación que se remonta al tormentoso y apasionado amor generativo del mestizaje y la lengua que lo expresa. Se lo entiende también como la oportunidad de compartir nuestras artes transgresoras, nuestra capacidad de hacer de toda frontera no un límite sino el dintel de un pórtico abierto a la totalidad de lo posible.
Cabe añadir, como un dato que incluye el bilingüismo de la frontera, que en inglés el término tiene otras formas de entenderse. Frontier, por ejemplo, que sería el exacto equivalente de la palabra castellana de origen latino y propiamente mozárabe, implica un territorio de enfrentamiento bélico y también se abre a la idea de lo que hay que traspasar en la aventura de lo que está más allá. No es, precisamente y con razón, el término que se usa en inglés para referirse al límite entre aquí a allá. Para éste, el inglés prefiere otra palabra, también de base latina, border, que en nuestra lengua habla de otra cosa, y sugiere la idea del desborde, de lo que se sale de los límites establecidos.
El límite, lo que los romanos llamaban limes, las fronteras de su imperio. Uno de esos límites era el finisterre, el cabo final de Europa en la Galicia enfrentada al mar océano inmenso que marcó el “Non plus ultra”, el no hay más allá de la antigüedad que siglos después da paso en el impulso renacentista de expansión al “Plus ultra”, el siempre ir más allá que encendió en Colón la imaginación de recobrar el Paraíso Perdido que creyó encontrar—iluso que era—en la boca del dragón. Ese mismo afán de ir más allá de un pueblo que, también iluso, prolongó la cruzada de la reconquista y nos legó con su palabra a fuego el afán de romper los límites, trasponer los muros fronterizos, rebasar los bordes: escribir en la frontera, donde dos mundos se encuentran.
[1] Tiene la palabra “encuentro” el doble significado contradictorio de abrazo y choque.
Santiago Daydí-Tolson (Chile, 1943), ha vivido en los Estados Unidos desde la década de los sesenta. Recibió en 1973 el Doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad de Kansas y actualmente, después de enseñar en las universidades de Fordham, Virginia y Wisconsin-Milwaukee —de la que es profesor emérito—, es catedrático de literaturas hispánicas en la Universidad de Texas en San Antonio. Ha publicado en su campo de especialización, pero a pesar de haber escrito poesía desde que tiene memoria ha publicado poco o casi nada de su obra lírica. La lira de la ira, próximo a aparecer publicado por Bilingual Press, recoge una selección de poemas en español e inglés de varios volúmenes inéditos.
👌🏼