Cuento Revista

Bianca

Por Álvaro Sánchez Ortiz

La verdad es que no me entusiasmaba entrevistar al anciano. ¿Cómo iba a forjar una carrera en el competitivo mundo del periodismo, a tener mi propia columna y a hacer reportajes ganadores de premios si en vez de asignarme una entrevista difícil o la crónica de un desastre notorio mi editor me enviaba a platicar con un viejo en un asilo? “Dice que tiene una historia que debe contar antes de morir”, eso fue todo lo que me dijo.
No hay más remedio. Es cosa de encender la grabadora y fingir que pongo atención. Y luego, a teclear hasta alcanzar el número de palabras requerido, para que los lectores dominicales puedan almorzar acompañados de un relato llamativo y sin sustancia.
Al menos el asilo no era un lugar deprimente. Después de la reja había un largo camino escoltado por árboles. Atardecía, y las largas sombras de otoño y el crujir de las hojas secas bajo mis pies me causaron, a mi pesar, una sensación agridulce, como si alguien tensara mi pecho para extraer de él una larga nota solitaria. Yo iba a lo que iba y no estaba para instantes poéticos.
Entré a un cuartito común, donde me esperaba un anciano común: algunos dientes faltantes, casi calvo, ojos chiquillos e infantiles, y una voz que galleaba una vez sí y dos también; daba la impresión de una marioneta olvidada en aquella habitación por un titiritero de hace sesenta años.
No quería perder tiempo, así que obvié los antecedentes y las preguntas de calentamiento. Ignoré olímpicamente la creación de empatía y fui directo al grano: el tipo tenía una historia y yo necesitaba oírla. “¡Hable ya!, fuerte y hacia la grabadora… ¡No la toqué, no es un juguete!… Hable”.
“Cuando yo era joven…”, ¡hace sesenta años! “Teníamos un tocadiscos en mi casa…”, gran cosa, yo tengo 1,500 canciones en una memoria. “Un disco muy raro…”, sí, muy bien, ¿y luego? “Un día…”.
Cuando terminó, estaba tan asombrado por el relato que acababa de escuchar, que fue él quien tuvo que recordarme que debía detener la grabación. Abracé al pobre anciano, tomé mis cosas sin poder decir nada y me fui, tratando de coordinar mis pasos, de volver a la realidad. Salí al camino arbolado. Hacía frío. En la oscuridad, los árboles asemejaban sombríos guardianes. Caminé entre ellos como un espectro, sintiendo en mis mejillas alguna lágrima que se secaba al viento. Me costaba trabajo recuperar el sentido pedestre de la realidad; todo me parecía escenográfico, insustancial, hechizado.
Durante el camino de regreso estuve taciturno en el transporte público. Luego, ya en casa, me senté a escribir la historia que acababa de escuchar; no hubiera podido dormir sin haberla desahogado en palabras. Terminé poco antes del amanecer. Me preparé café y un sándwich de jamón. Luego me bañé y decidí leer la historia antes de entregársela a mi editor.
Cuando él era joven, a inicios de los sesenta, y estudiaba derecho en la capital, habitaba la parte alta de una casa de huéspedes (sus padres y sus hermanas vivían en provincia, en la casona familiar). Su estilo de vida era más bien frugal, salvo por su única posesión de lujo: un tocadiscos de gabinete, un equipo de alta fidelidad en el que reproducía la música clásica que, en esos años, vivía el esplendor del estéreo, la alta fidelidad y los directores e intérpretes legendarios.
Oía una y otra vez arias de ópera, su género favorito, durante las largas horas de estudio. Cuando escuchaba aquellas melodías etéreas, cerraba los ojos y se imaginaba a sí mismo como protagonista de los argumentos, que había memorizado diálogo por diálogo; era Don Giovanni, Calaf, Alfredo y Rodolfo, y amaba a Doña Ana, a Turandot, a Violeta y a Mimí con apasionamiento y dolor. Ése era su mayor gozo. Un gozo solitario, pues los otros dos estudiantes de la casa y sus anfitriones no compartían su melomanía y se alegraban de que el loco y su música se quedaran bien aislados en el ático.
Como asistía a la universidad en el turno vespertino, por una elección acorde a sus hábitos, solía pasar buena parte de la mañana solo, mientras los demás se iban y la dueña de la casa y sus criadas salían a hacer las compras para la comida. Esto le permitía estudiar sin interrupciones y erosionar gozosamente sus discos de vinil.
Eso sí, no había día en que no lo interrumpieran los múltiples vendedores que anunciaban a gritos sus productos al pasar por la calle. Peor aún, algunos utilizaban silbatos, tambores, chiflidos casi altisonantes y hasta matracas.
Un día, lo que escuchó no fueron merolicos sino unos graznidos bastante desagradables. Tuvo que abrir los ojos y abandonar el salón de Violetta Valery, donde tan a gusto estaba brindando. Como los cuervos eran algo muy raro en plena ciudad y como era imposible continuar escuchando La traviata, decidió salir y azuzarlos para que se fueran.
Bajó desde el ático y abrió el pesado zaguán de hierro que separaba la casa de huéspedes del exterior. Ya afuera, trató de ver a los cuervos en alguno de los árboles del camellón, pero no logró detectar a ninguno. De hecho, no había nadie en la calle. Y la mera idea de salir a buscar cuervos parecía absurda.
Un arbusto cercano sacudió sus hojas y un enorme perro negro de ojos melancólicos (por los párpados escurridos) se le acercó a paso lento. No gruñía, pero su presencia lo perturbaba.
Se dio la vuelta para alejarse del perro y volver a sus estudios, y se encontró con que una carreta enorme bloqueaba la entrada de la casa. No estaba cuando salió y era imposible que hubiera rodado hasta allí sin que se diera cuenta.

Sobre la carreta, en una especie de tarima de madera, un huesudo violinista de puntiagudos bigotes, vestido como el jefe de pista de un circo famélico, alzó su instrumento sin mediar palabra y comenzó a acerlo chirriar. Se retorcía de tal manera al ejecutar la pieza, que parecía tener articulaciones donde no debería haberlas. Para marcar el ritmo, zapateaba con furia sobre la vieja madera.
Entonces, el joven reflexionó que, si bien todavía era posible encontrar carretas en plena capital en 1964, los pájaros negros, los perros y los violinistas delgados suelen asociarse a un mismo personaje; que estaba completamente solo con aquel sujeto; y que, si bien podía intentar rodear la carreta con presteza, no estaba seguro de poder guarecerse en su casa a tiempo. Se enfrentaba al diablo o a un teporocho psicodélico y, en cualquiera de los dos casos, no se trataba de un encuentro afortunado.
El extraño terminó de torturar al violín y lo saludó hablando con un acento cuya procedencia no pudo identificar. Luego bajó de un salto de su singular carreta. En ese momento, al viejo, que entonces era joven, le pareció ver a una muchacha con cara de tristeza, vestida a un estilo decididamente anacrónico, sentada en el interior del transporte. La miró a los ojos, y vio en ellos una súplica silenciosa. El violinista pareció darse cuenta de que lograba verla, pues se plantó enfrente de él, obstruyendo su perspectiva, y repitió el saludo.
El joven musitó alguna cortesía sin siquiera mirarlo y dio un paso a un lado. La mujer ya no estaba, sólo había un montón de cachivaches dentro de la carreta: libros viejos, una muñeca que daba miedo, una capa raída, una foca de cerámica sin una aleta. La muchacha con cara de tristeza no aparecía por ningún lado, y el joven supuso que había alucinado a la protagonista de la ópera que había estado escuchando.
El extraño le dijo que vendía productos antiguos, y ofreció mostrarl su repertorio. Antes de que el muchacho pudiera contestar, el bigotón se puso a extraer artículos de la carreta y a ponerlos sobre la tarima: una figura de yeso pintado que representaba a su padre completamente embriagado, un portarretratos con una foto de la vecina desnuda sobre una piel de oso, unos guantes capaces de mantener las manos calientes a condición de nunca tocar a nadie, unos lentes hechos de un vidrio muy raro que el vendedor aseguraba permitían ver hasta los defectos más ocultos de los demás –y ser completamente ciego a sus necesidades, etc. Cualquiera de ellos podía ser suyo.
El joven, que apenas podía sostenerse en sus piernas después de constatar lo perturbador de aquel catálogo, adujo que no tenía dinero. Entonces, el violinista, cuyo instrumento había desaparecido, le ofreció entregarle cualquiera de ellos, incluso dos, si el muchacho le entregaba una cruz de plata que llevaba al cuello. Quería hacerle ese favor, pues aquella chuchería no se veía nada bien en su cuello aristocrático.
El muchacho estuvo a punto de salir corriendo, pues comprendía las implicaciones de la transacción propuesta. Dijo que quería examinar bien la mercancía, pero disimuladamente pasó su mirada por la mercancía, buscando algo que le sirviera de arma. Notó un disco y, aunque no era un momento apropiado, le ganó su afición incurable y lo tomó para leer la etiqueta (al parecer, el estuche de cartón se había perdido).
Era de ópera: el aria “Libera me”, para soprano y orquesta, de una obra titulada Bianca, que jamás había oído mencionar ni al más conocedor de los melómanos. Tenía fecha de 1914. No se incluían el nombre de la soprano, ni de la orquesta ni del director, pero sí se distinguía el grabado de una silueta femenina que coincidía en todo con el perfil de la joven triste que había visto antes. Preguntó al flaco de flacos bigotes cuánto pedía por el disco. Por única respuesta, el tipo hizo una mueca de disgusto y ladró, que no dijo, que ese artículo no estaba a la venta.

En eso, sonaron las campanas anunciando el rezo del Angelus de mediodía, y ante los ojos atónitos del amante de la ópera, el dueño de aquella carreta tan desconcertante se convirtió en una víbora amarilla de ojos rojos que se retorcía como si la atenazaran con fuego. Armado de un valor que nunca antes había tenido, tomó el disco –y vio que los demás productos se habían transformado en alacranes, arañas y otras miles de alimañas; esquivó a la víbora, que le lanzaba furiosas mordidas; y alcanzó el portón de su casa. Justo al cerrarlo, la serpiente se lanzó sobre su pie, pero alcanzó a cerrar el portón con tan buena suerte, que decapitó al reptil. Temblando de excitación y de miedo, agarró la cabeza con un trapo y la arrojó fuera de la casa.
Después de recuperar el aliento, abrió de nuevo y se asomó a la calle. Ya no estaba la carreta, ni el violinista chirriador, ni el cuerpo ni la cabeza de la víbora. También habían cesado las campanas. Se sentó en la acera, sintiendo que las sienes le explotaban, y besó la cruz de plata que le regaló su madre el día de su primera comunión. Luego contempló la silueta de la joven en el disco y volvió a entrar a su hogar.
Colocó el vinil en el tocadiscos y lo primero que escuchó fue un celestial sonido de cuerdas glissando. Luego apareció una voz femenina y cerró los ojos.
La vio con el mismo vestido que traía en la carreta. Pero ya no estaba triste, sino que sonreía sentada en un columpio montado en un quiosco de mármol que presidía un jardín exquisito, cuyo follaje relucía como la esmeralda. Le pidió que se acercara y le agradeció que la liberara de aquel personaje tan desagradable. Él tomó sus manos y la miró a los ojos. No hacía falta que se dijeran que se amaban, ni siquiera necesitaban besarse, aquello era la intimidad más plena y a la vez más pura. Ella le dijo que podrían verse siempre que él reprodujera el disco en el fonógrafo, pero que sólo debería hacerlo una vez al día. El aria terminó y el chirrido de la aguja devolvió al joven a la realidad.

Al siguiente día se repitió el prodigio: la mujer volvió a aparecer al tocar “Libera me” en el tocadiscos. Y a la jornada siguiente, también. El muchacho apenas podía concentrarse en sus estudios, atender a sus amigos, comer, pues pasaba veintitrés horas al día anhelando aquellos siete minutos de felicidad pura que lo esperaban en los negros surcos de un disco que no debería existir.
Hablaron mucho, siempre en el mismo lugar del columpio de mármol. Ella le agradeció con lágrimas el haberla salvado y, por primera vez, aquel muchacho se sintió hombre. También le hizo mil preguntas sobre su mundo –que para ella era el mundo de cincuenta años en el futuro. Él, por su parte fue conociendo su historia gradualmente , a pesar de la reticencia y la vaguedad con que ella traía al presente sus recuerdos.
Había sido joven, bella y grácil. Su talento vocal y su belleza conquistaban cada escenario que pisaba, así que ascendía vertiginosamente de los foros más humildes a los espacios consagrados. Sin embargo, no supo apreciar los dones que había recibido y se volvió altanera; sus caprichos y su despotismo se volvieron tan notorios como su talento. Un día llegó el extraño, le prometió alcanzar cumbres a la medida de su ambición, le propuso un trato nefando y ella aceptó.
Él, por supuesto, no cumplió nada de lo que le había ofrecido y la encerró en aquel disco. Habían pasado muchos años en los que sólo las oraciones de su familia, que la creía desaparecida o muerta, la habían salvado de la perdición total. Por esas plegarias es que él había podido verla. De no haberla ayudado, al morir el último de sus familiares, se hubiera desplomado en la desgracia eterna.
En el mundo no quedaba de ella más que una oscura referencia a una joven y temperamental soprano, la cual, habiendo brillado en los salones porfirianos, despareció sin dejar huella en los años aciagos de la conflagración revolucionaria.

Al hombre la pareció que ella no le había contado toda la historia, y tenía razón. Fue hasta después que él dedujo que ella seguía cautiva y la obligó a decirle lo que ya presentía: para liberarla totalmente y permitirle ingresar en la felicidad inefable, era necesario destruir el disco, lo cual implicaba que jamás volverían a verse en este mundo.
Pasó días de agonía: tomaba el disco en sus manos, pero no se atrevía a romperlo, tampoco lo escuchaba. El dolor que sintió fue la segunda confirmación de que ya era un hombre. Rezó, sólo para descubrir que a veces lo más sabio que hace Dios es ocultarse. Se recriminó su falta de compasión para, acto seguido, regodearse en el pensamiento de oír el disco durante décadas y seguir disfrutando de la compañía de su adorada prisionera.
Su dilema afectó su salud. Era delgado, pero ahora se veía demacrado y una arruga prematura entre los ojos imprimía en su gesto un trazo hosco. Dormía mal y comía peor, sin que sus profesores o sus amigos pudieran hacer algo por él. La dueña de la casa de huéspedes mandó traer un doctor y llamó a sus familiares en provincia. Acordaron que una de sus hermanas vendría en un par de días para constatar su malestar y disponer lo que debería hacerse.
Decantado por el egoísmo, el joven se dispuso a escuchar el disco con el propósito explícito de decirle a la joven que nunca destruiría su prisión y que había llegado el momento de que lo complaciera. El Cielo tuvo piedad de él a Su manera: ninguna mano descendió de lo alto, sino que una bandada de mariposas blancas cruzó frente a la ventanilla del ático; un alegre caos de blancura y alegría lo interpelaba a su manera. Él recordó el nombre de la ópera inexistente: Bianca. Abrió la ventanilla, arrojó el disco al pavimento de la calle con todas sus fuerzas y se fue a llorar en el hombro de Dios bajo un árbol, tal como lo hice yo, sesenta años después, luego de escuchar su historia.
Uno de los momentos más tristes de su vida –me dijo–, fue el que pasó recogiendo los pedazos del disco para tirarlos antes de que llegara su hermana. Después de eso, durmió todo lo que no había dormido en semanas y recobró la serenidad. Para cuando llegó la hermana, ya iba en franca mejoría. Y ella dictaminó que, si bien había estado enfermo, la dueña de la casa de huéspedes era una exagerada, y se volvió a la casona familiar.
Me miró con sus ojillos inquietos.
–Está usted triste. –Me dijo.
¿Cómo no iba a estarlo? Sacrificar por propia mano la felicidad en la flor de la juventud era como para ver las cosas negras el resto de la vida.
Él también lo había pensado así. Al principio, la había extrañado y había llorado mucho. Luego, su llanto se secó y se convirtió en ira por la injusticia que se había cometido contra él, dándole como premio un anhelo irrealizable a cambio de su valiente acto de caridad. Después, había que ser honestos, se había olvidado del asunto, absorbido por su profesión. Aunque nunca la olvidó del todo.
Al fin, después de seis décadas, había comprendido: así como él la había liberado, ella lo liberaría a él. Estaba seguro de que pronto entraría una mariposa blanca por su ventana y rompería las cadenas de su propia cautividad, esas cadenas hechas de enfermedad y olvido. La ventana de su cuarto actual era igual de pequeña que la de la casa de huéspedes, así que ella encontraría la manera de entrar. Sonreía al decirlo, y lo creía tan firmemente como que sale el Sol cada mañana.
Mi editor no quiso publicar la historia, dijo que era sentimentalista –tear jerker la llamó él, que tenía la manía de insertar palabras en inglés en su habla cada vez que podía–, que nuestro periódico era laico y moderno, no sólo moderno, sino posmoderno, que mejor la hubiera impreso en papel reciclado para aminorar el desperdicio, y que ese viejo loco no nos iba a estafar para que publicáramos una alucinación de hace sesenta años.

Fui a comunicarle al viejo que su historia quedaría oculta. Cuando llegué y vi el automóvil funerario, supe que se trataba de él. No lloré, sonreí. Y con esa sonrisa vi venir por el camino arbolado una camilla con su cuerpo cubierto por una sábana. La empujaba un enfermero a quien reconocí de mi visita anterior.
Le pregunté si era él quien lo había encontrado y me respondió afirmativamente. Le puse la mano en el hombro y mirándolo a los ojos, le dije:
–Voy a hacerle una pregunta y, por favor, asegúrese muy bien antes de contestar. Cuando
lo encontró, ¿vio una mariposa blanca?

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Stephany Canales Martinez
Stephany Canales Martinez
3 months ago

Es un cuento hermoso e inspirador, el toque surrealista está super bien manejado. Me encanta como te va llevando de forma tan natural a un encuentro extraordinario.

Stephany Canales
Stephany Canales
3 months ago

Muy conmovedora historia y el giro surrealistas me facino.

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