Por Adrián Chaurán
En este breve texto el premiado escritor venezolano entrega una intensa meditación sobre un tema universal que ha inspirado infinidad de disquisiciones literarias.
«En el principio era el verbo»,
quería decir también que era el amor,
la luz de la vida, el futuro realizándose.
María Zambrano
Las confesiones de amor en el teatro son —-o deberían ser-— privadas, no muy lejos de las miradas furtivas o de breves confidencias detrás del público y sin el uso de las máscaras. Pero sí, desdichadamente se reconoce el haber amado en el teatro de la vida, y sentir al amor como un fulgor en la propia piel y en una piel ajena, con la forma de una mujer o de un hombre hecho o hecha de la existencia misma, como apuntó con sinceridad Pavese, siendo, inclusive, el aire que se respira. En mi caso me puedo ver en el umbral de la entrega, forjado con la intensidad del miedo y con el odio de saberme indefenso, desnudo, desarmado, de carne y hombre, de pasado, velador de una amargura ingenua que pugna por ser yo o ser algo más en mí. El amor tiene mirada de muerte.
Se ha comentado todo lo referido a las noches, el sudor latiendo lentamente como un segundo corazón, la agonía y la espera de ver al amor, en la agonía y la espera de perderlo: tan próximo y tan prometido por las mismas circunstancias que nos unen a él. No sé cuánto dura el amor o si en la humana discordia se puede confundir o equivocar con un capricho,; en cualquier caso, es válido convencerse que se ha equivocado uno y no lo amado. Pero a falta de una respuesta que sea propia y legítima, nacen las preguntas: ¿Qué es el amor y por qué las palabras jamás bastan para aprehenderlo? ¿Por qué siento que posee un nombre y un cuerpo humano? ¿Por qué a mi ser el amor se presenta con una sonrisa de mujer? No lo puedo apreciar en su intangible pureza sino en su terrible condición humana.
¿El amor, acaso, me esclaviza? Aunque María Zambrano nos dice que el amor otorga libertad a sus “esclavos”; creo que mi libertad es salobre, está contaminada de desconsuelo, de la mentira construida hilo a hilo, hasta perder en las manos a la Verdad. He presentido al enamorado —que a su vez es el amenazado— en los torpes rituales: como en el dedicar poemas, impregnados de mi ansiedad y de mi pobreza, que nacen de la urgencia por decir todo y por decir nada, por entregarlo todo; por ser mi tiempo simplemente a compás de su presencia, la presencia del amor en mi ausencia. “Para mi corazón basta tu pecho / para tu libertad bastan mis alas” sentenció el poeta, no sé si con certeza. Pero puedo aceptar que sólo en el amor se puede ser libre, y ser el otro; ya lo demás, el cúmulo indescifrable de sentimientos y de opacos placeres:, es vanidad de vanidades. Aquí también yace el temor a la eternidad, porque tener el tiempo para todo haría del amor un fragmento de la nada, una forma de la orgía o del silencio; las virtudes absolutas se niegan, por eso el amor y la eternidad no son correspondidos.
Y pregunto: ¿Qué es el amor? ¿Quién eres, mi amor? Sé lo que es sentir su sed y la postergación de la soledad y de la derrota, ante todo y a pesar de todo, el sentirse indigno. Se puede temer al cálido refugio que ofrece la soledad, el cerrar de puertas y ventanas del alma, como si ello bastara para dejar de ser, como si fuese suficiente decir “silencio” para que, de pronto, exista, ocupándolo todo, como una larga sombra, que me hunde detrás de mis párpados al cerrarlos, como un hechizo bajo el cual “reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor”. Tiendo a pensar en las tres heridas de Miguel Hernández y en su imposibilidad y en su verdad: la de la vida, la del amor y la de la muerte. La primera es obvia, pero las dos últimas son genuinamente correspondidas, porque la muerte alienta al amor, le da alas y cabida en la vida, le da plenitud; no nos morimos de amor, pero por amar sí morimos, como escribió Raúl Zurita “todo amor es urgente porque nos vamos a morir”, sólo en el amor consiste la existencia.
Recuerdo el “Me duele el corazón, y un sopor doloroso / aturde mi alma” que escribió John Keats. Todo ello es causado por el amor y la soledad,; no, me corrijo, todo ello es la soledad. El amor, si puedo decir una idea sobre él, es la magnificencia de saberse vivo y ser correspondido por el otro, el amor es la eternidad reducida a un ser y ser aceptado en su corazón; el amor es el reconocimiento ante la muerte, el despojase de las lanzas y el entregarse en viva carne por querer; el amor es el verbo, es lo triste e increíble de la vida en el margen con que se une a la muerte. Lo afirmo con el valor del quien se sabe equivocado. Aunque creo que la poesía lo ha dicho, y tal vez se refleja justamente en el soneto XVI de Juan Eduardo Cirlot, que comienza así:
A veces pienso en ti como si fueras
la misma destrucción enajenada,
como si fueras dueña de la nada
y dármela con llamas tú pudieras.