Cuento Revista

El atrapado

Por Marcelo Juan Valente

Creo que no. Que no lo voy a lograr. Que no voy a poder. Cierro la puerta, las llaves tintinean, lúgubres, como una advertencia. La angustia empuja mi frente contra la madera reseca, atenaza mi nuca, entrecorta mi respiración. No obstante, logro apartarme y tambalear hasta el ascensor. Lo llamo. Lo escucho venir, festoneado de silbidos, el chasquido cuando atraviesa los pisos. Antes de que se detenga frente a mi corro hasta la puerta del departamento, abro. Reviso todo. Olisqueo la cocina, repaso las perillas. Las luces están apagadas. El tanque del baño está lleno y el agua ha dejado de correr. Es la tercera revisión, la que suele ser la última. A veces. Vuelvo a salir, a cerrar. ¿Lloro? No, aguanto, por poco. En el palier los ecos, las  voces de los otros, las sombras. El ascensor ya partió, lo vuelvo a llamar. Bufidos, el vuelo neumático en la atmósfera entubada, en el hueco de tránsito sigiloso. Estética de no lugar. Vacío insignificante. Apertura y cierre de puertas para ingresar al cuarto pequeño y enchapado de espejos. Mi imagen repetida hasta el delirio me llena de dudas. No me veo dos veces igual en esas aguas estancadas. Y hoy en particular encuentro defectos en mis copias. Fallas menores, ¿imperdonables? Otro panorámico espejo, tan traicionero como los otros acecha en el hall. Paso sin mirar. La puerta, la calle, un incierto aire frío que me cuestiona. ¿Llevo el abrigo  adecuado? ¿Bajará la temperatura con el paso de las horas? ¿Cuánto? ¿Exageré otra vez? ¿No? ¿Sí? Entonces llevo la mano izquierda a mi cintura como un cowboy listo para desenfundar. Me olvidé el celular. Completo el intoxicado ritual del retorno al punto de partida. Me parece que no lo voy a lograr, pero una vez más, puedo. Atrapo mi teléfono y aprovecho para una revisión última, superficial, infinita, inútil. La calle otra vez, un territorio de trampas mugrientas, de obstáculos. Es otoño. Los charcos de hojas secas arropan resbaladiza mierda. Oh, sí. No hay ojos que alcancen para esquivar acechanzas. El camino hasta la peluquería está tapizado por el descuido, la desidia de los otros. Las mascotas son inocentes, los dueños no, yo no sé. No tengo mascotas. Con maestría esquivo la esquina de casas viejas en cuyos aleros ornamentales meditan miríadas de palomas. Desde el aire y en la tierra, agravios. Sin insignias especiales, a dos cuadras se encuentra la peluquería. Tantas postergaciones para tener que enfrentar el corte hoy. Exactamente hoy. En el día de la presentación. Anselmo acomoda las tijeras, los peines, los potes, otros objetos no identificados, sobre la mesa de trabajo. Me invita a tomar asiento, extiende y acomoda la bata. Tardo en pedir un corte profundo, seguro de que empeoraré mi imagen. Anselmo habla sin interrupciones, enlaza asociativamente temas que no me interesan, sólo se detiene por un breve lapso, detrás de las preguntas que me lanza y que yo vivo como un espionaje, como una zancadilla. ¿Qué me quiere sonsacar? Dudo mucho antes de responder, elijo con cuidado  palabras que sean una respuesta rotunda y evasiva. A veces trastabillo. Su posición nunca es clara. La tosquedad tradicionalista de sus opiniones se tachona de ideas de sospechosa apertura mental. Sobre el final, la liberación femenina, que él caracteriza como un acto sin sentido, le resulta funcional para rememorar a su madre, que realizaba las tareas del hogar cantando, en una época que Anselmo adjetiva no como mejor, pero sí más linda. Callo mi asociación: los esclavos de las plantaciones de algodón realizaban sus faenas cantando. ¿Otro error no haber cambiado o suspendido la sesión? ¿Sí? ¿No? Ya no puedo llamar para avisar. No incumplo jamás las condiciones del encuadre. Su majestad el terapeuta espera en su trono recamado de saber y astucia. Llego con el pelo corto y las asociaciones sueltas. ¿De qué hablar? Ni sobre la presentación ni sobre mi constante vaivén. Hay cosas que dudo en decirle y salgo a patios extraños para perderme en laberintos que confluyen en lo no dicho y que digo de otra forma. Una solución elegante es hablar de literatura, poner a prueba sus conocimientos, a fin de cuentas ya ha mostrado su veta como lector. Sobre el escritorio, libros suele dejar. ¿Artimañas? Quince minutos todavía, que no me alcanzan para tomar un café, sí para una vuelta manzana. ¿En el sentido de las agujas del reloj o en contra? No sé, mejor dejarme fluir en la sala de espera y que las asociaciones últimas inauguren el monólogo del paciente, o sea yo. Se va el paciente anterior y mi terapeuta aparece instantes después, me invita a pasar, en el consultorio me extiende su mano poco firme. Al  diván, yo. A su trono en las sombras, él. Sombras provocadas por mi posición. Por supuesto que en el primer instante una pantalla blanca y espesa cae sobre mí. Un  baño de silencio en el que me diluyo. Ya no sé nada. Nada de nada. Hasta que encuentro la punta del ovillo. Un par de escenas cotidianas y llego, por el camino patológicamente asfaltado, a las repeticiones de la estructura edípica en diferentes territorios de mi vida. Me luzco, añado algún comentario hilarante, hay que entretener al analista, esa voz aletargada que hace eco a palabras aparentemente significativas…para él, pero de nulo retorno para mí. Cuando creí que toda referencia massmediática conducía en forma inexorable a “Los Simpson”, “The Big Bang Theory” hizo un aporte revelador. Stuart, el dueño del local de comics, cuenta  en uno de los episodios que su analista se suicidó y que dejó una carta culpándolo. Desde luego oculto esta asociación. Mi analista farfulla. No entendí. Le pregunto. Me incorporo. Está dormido. Vuelvo a mi puesto. Y repito: —Perdón, ¿cómo dijo? Se  recupera. Pienso que lo asusté. —Hummmm, siiiii.— dice y yo continúo como si nada, hasta que él, luego de uno de sus breves e inflamados comentarios, dice: –-¿Dejamos por hoy? Una pregunta que es una orden. Salgo. Necesito un café. ¿Dónde tomarlo? Encaro hacia la esquina, pero por el ventanal descubro al señor Cloversay y por obvias razones sigo de largo. Camino tres cuadras más, hasta el siguiente bar, que desestimo porque la clientela me resulta amenazante. Tuerzo hacia el oeste. El bar que esperaba encontrar ya no existe. Me equivoqué. Un poco más, si no es en esa esquina, tiene que ser en la siguiente o en la otra. No puedo confundirme tanto, conozco, estuve en todos los cafés de la ciudad. Llego finalmente. Desde afuera la música se escucha tan fuerte, no, no puedo entrar ahí, mis nervios. Sigo. Salvador, mínimo, inmaculado, con pocos clientes y los diarios libres, un bar no censado. Pero la búsqueda me ha alejado del lugar de la  presentación. Fue una estupidez ir a cortarme el pelo ya bañado y cambiado. Pequeñas púas se han abierto camino entre mi piel y la ropa, molestan, pican. El café es aguachento y caro, con razón no viene nadie, nadie más que yo. Gil. Tendría que haber entrado en el primer bar y a la mierda Cloversay. No encuentro serenidad y mucho menos voy a encontrarla cuando salga, ponga un pie afuera y no sepa qué camino tomar. La hora que no llega nunca ya está aquí. Voy hacia la sala de la  presentación. La de mi libro, la nouvelle “La noche entre las jaurías”, la historia de Julieta. Escenas que corresponden a un breve lapso entre escrituras y no escrituras. Todo lo que escribo es sobre gente que escribe. Cuando llego, Ramón, mi editor, está ahí. Supervisa, ajusta, arregla. Yo tartamudeo. Nadie vino aún. ¿Vendrá alguien? Se lo digo. Me contesta que tome algo y me tranquilice. ¿Se referirá a un café, una bebida alcohólica o a una pastilla? Faltan minutos para el horario de la  presentación. Y todos llegan más tarde. Los libros están expuestos en una mesita a la entrada. Angélica no está en su puesto, si llega un invitado voy a tener que vendérselo yo. Que apuro, no, mejor me voy a la cocina a tomar una gaseosa. No, vino. Agua, porque creo que alguien vendrá y recibir con aliento a vino. No. Ni ahí. Tomo agua. Paralizado en la cocinita, me llegan los murmullos. ¿Risas?¿Complicidad o burla?¿No les gusta la tapa? imposible que el libro ya haya  dejado de gustarles, no lo leyeron. Salgo. No. Bueno sí. Salgo. Arriban en confuso oleaje. Me ahogo en un remolino de saludos, de felicitaciones, de comentarios interrumpidos. Todo es una gran interferencia. Total. Angélica tras la mesa, plin caja. Butacas ocupadas, la sala se infla de respiraciones, de rostros, de expectativas. Lleno total, que parece insuficiente. En una mirada rápida, constato las ausencias. Habrá música, y palabras de Jorgelina, que atrapa al vuelo mi palidez, quizás acentuada por el corte de pelo. —Qué suerte que estamos en otoño, si fuera invierno te tendríamos que adivinar debajo de una montaña de ropa oscura— y se ríe. Es cierto. Sé que me abrigo tanto que me desconocen. Me acerco a los amigos como un manchón de gorro y bufanda, me miran con recelo, con sospecha, libero mis rasgos casi a punto de chocar. Jorgelina, en cambio, no. Ella avanza por calles heladas con la tranquilidad de una orquídea de pétalos negro y pastel. Nos hemos cruzado bajo cielos dolorosos, herrumbrados, yo puro castañetear de dientes, ella risueña e impasible. Pero esta noche, con el libro habitado por Julieta, casi una alucinación en mis manos, me pregunto si mi personaje ha padecido el tironeo de mis contradicciones. Corregí, hice corregir, volví a corregir, repartí copias entre amigos con perspectivas diferentes, opuestas, apliqué sus observaciones. Corregí  experimentando con el corrector automático, elegí palabras al azar, las reemplacé  con opciones caprichosas. Julieta convocada a la realidad de la palabra, al espesor  de la página que se cubre de signos. Se suceden la música, la exposición por parte 

de Jorgelina de su singladura por este mar de cien páginas. El micrófono está frente a mí, pronunciar mis lista de agradecimiento, engarzar la frase arduamente  buscada, con la ilusión de un efecto ingenioso y divertido. Es en mitad de esa frase  que suena el celular. Todos, yo incluído, mantenemos un silencio tenso, que  enmascara sonrisas ajenas y mi desconcierto absoluto, porque no sé si atender o  no. Cinco segundos intensos, desenfundo. Una voz siniestra de máquina parlante y  peligrosa, de androide rebelde que clama por mi sangre, de retorno de lo reprimido,  recita con unción las múltiples ventajas de algo que no logro entender. Nombre y  origen blureados.—Pero yo no quiero nada de eso–- me asfixio. La voz sigue, exhorta, arguye. Mi platea se ríe. -–Nada, no quiero…–- La voz estalla, enfurece, duele, alza  estandartes de pelea. –-Yo no…— corta la comunicación con palabras airadas. Enfundo. Los asistentes a la presentación se unen en un aplauso cerrado. Sé que me conviene agradecer sin aclarar nada. Jorgelina alcanza a preguntarme con quien combiné el llamado, que la sincronización con la frase fue perfecta. Y yo siento que todo es un error, que las palabras han golpeado a mi puerta, toctoctoc, una, dos, seis, ochenta, dos mil veces. Y yo atendí, les abrí, las convidé con una bebida caliente y aromática, sin la certeza de ser el anfitrión adecuado, desconociendo quién, quiénes, por qué las han enviado hacia mí, cuál es la confusión que sostiene todo este juego.

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