de John Dávila
Parece que aún se sienten las secuelas del recién pasado año electoral en los EE. UU. Ha sido para mí y los que conozco un tiempo de cuestionarlo todo y reflexionar sobre cada mentira que se escuche, incluso las que nos susurramos a nosotros mismos: mañana será un día mejor, cuatro años no es nada, etc. Por cierto, hay una cantidad de fantasías y falsedades que asumimos y seguiremos asumiendo por lo aparentemente necesarias que nos parecen. Y en la medida en que nos consuelan, funcionan, dejándonos libres de preocupaciones sobre un sinnúmero de otros asuntos.
Sin embargo, hasta el más cínico de nosotros, el que contradice solamente por el gusto de hacerlo, pondrá en duda todo: desde la posibilidad de encontrar tu alma gemela hasta la existencia del amor verdadero, al estilo Disney. Y aunque no me queda bien el papel de cínico—soñador incorregible que soy—quiero escribir sobre lo que se llama el arte de la traducción. Lo hago tomando la postura de un escéptico en cuyo oído retumban las palabras de Derrida, quien declaró que la traducción es, a la vez, “necesaria e imposible,” (mi traducción de una traducción en inglés de “Des Tours de Babel.” Difference in Translation. Trans. Joseph F. Graham. Ithaca: Cornell, 1985. 165-207. Print. Babel 174).
¿Pero, imposible por qué? Por la polisemia, es decir por el contenido latente (connotación, uso particular dentro de una cultura o región, su sentido alusivo, etc.) que existe al lado del significado de uso general de una palabra. Sencillamente, los varios significados que, unidos en un solo término, jamás podrán trasladarse en conjunto a otro idioma. La traducción, según Derrida, si llega a captar algo del sentido original del primer texto, lo capta parcialmente.
Puedo recordar cómo mis compañeros de universidad solían afirmar que si no se leía una obra literaria en su lengua original no se la había, en efecto, leído.
¿Sera cierto? ¿Si se conoce a Shakespeare en cualquier idioma que no sea inglés, se pierde algo? ¿Su música, quizá?. ¿Algo esencial para gozar plenamente de su estilo? No sé. Pero sé que se pierde la experiencia por completo si no se lo lee nunca, ni en inglés ni en el idioma de uno mismo: las lecciones, los asombros, los personajes, la sabiduría, todo, absolutamente todo.
Y quizás, por no perder todo, se podrá decir que la traducción ejerce una función comunicativa aun al transmutar elementos intraducibles al nuevo contexto de otra cultura; y por eso, la traducción, por un lado imposible, es, según Derrida, necesaria. Y si esto parece demasiado obvio ¿qué importa?
Vayamos al grano: independientemente de lo que se opine de un texto traducido– su aparente estructura y meta como obra reinventada para una nueva demografía–, tomarlo en cuenta requiere aceptar una mentira. Confiar en la traducción requiere un acto de fe.
Antes de abrir la traducción aceptamos la ficción de que este texto traducido pueda ofrecernos un acceso total al original. El lector toma como un hecho que la traducción cumplirá su expectativa de igualar, de alguna manera poco clara, como por arte de magia, el original y eclipsar el primer texto, tomando su lugar en las repisas y salones de la academia. Y de golpe uno se imagina en posesión de cada idiosincrasia y matiz del texto sin importar en qué idioma se lee. Siempre ha sido así, y más que ser bueno es, retomando la posición de Derrida, necesario. La traducción, aun sin la precisión perfecta, abre paso a lo antes inalcanzable, poniendo al lector, lo mejor que pueda y a pesar de sus defectos y limitaciones, en contacto con la otredad.
Vale la pena, en esta temporada de cambio y reflexión reconocer la ficción que nos invita a confiar en la traducción y la cantidad de mentiritas blancas que sirven para provocarnos a actuar: a conocer a un escritor/a que vive dentro de un idioma ajeno, a crear, a aprender, a esperar que a pesar de lo que nos limita hoy vendrá un nuevo día mejor. Esta esperanza, como la fe que ponemos en la traducción que a su manera incompleta nos permite explorar el mundo, es una de quién sabe cuántas ficciones necesarias que merecemos descubrir y entender o–si nada más–por lo menos recordar cuando nos encontremos leyendo a un hermano o hermana del otro lado de la frontera.