Por Pedro Lucero Lopez. Inversión de lectura: 7 minutes
El sonido de mi teléfono resonaba endemoniado en el buró de noche. Aún y cuando se encontraba cubierto por un par de libros y ropa sucia que no recordaba siquiera haber tirado ahí, el monofónico repique profanaba brutalmente el sagrado silencio que normalmente reinaba en mi cuarto antes del mediodía. El molesto timbre, como niño chiple en rabieta, parecía amplificarse al doble cada segundo que mi torpe mano fallaba en encontrarlo. Enfurecido casi al borde de un homicida serial, maldije diez veces a quien me llamaba antes de siquiera saber quién era. “¿Quién demonios osa llamar tan temprano y en día inhábil?”, me pregunté refunfuñando como viejo cascarrabias antes de percatarme de que pasaban ya de las once de la mañana.
De temprano nada tenía, pero como la noche anterior había sido de etílico desvelo, llevaba apenas ocho horas en cama. En otras circunstancias un sueño así habría sido más que suficiente, pero en una resaca tan amarga como el que la portaba, ocho horas en colchón parecían haber sido cuatro en piedra.
Contesto, y reconocer en agrado la voz del otro lado del auricular me cambió de golpe el tono de voz. Acto seguido el motivo de la llamada me hizo sentir tan ruin y basura como se pudiera ser. El remordimiento hubiera sido insoportable y me hubiera dado mil golpes de pecho si la ocasión hubiera dado oportunidad de siquiera sentir culpa, pero no fue así. No habría de desperdiciar un solo instante más en estupideces, suficiente había sido ya lo que tardé en atender el teléfono.
Un viejo amigo, que de viejo tenía nada y de amigo más de lo que se puede leer, solicitaba ayuda, y la más importante de todas. No a mudarse, nada de préstamos, ni aventones al aeropuerto. No buscaba algo para él, sino para alguien a quien el infortunio de la vida había azotado con insaciable vileza.
Como era costumbre, Martin de corazón rebosante y voluntad samaritana, se había topado con un caso de aquellos que todos ven pero nadie observa. Uno caso de esos en el que todos se arrugan el corazón pero no las mangas de la camisa. En él, la caridad se había hecho ya un reflejo inmediato, un hábito, si es que se le pudiera llamar así. Yo nunca fui tan servicial. Ni siquiera con los míos, menos con “el prójimo”. Y no era así por falta de ganas, sino porque de plano soy tan distraído que, por ir viendo siempre donde pongo la bota, a veces se me olvida que a mi lado puede ir caminando alguien descalzo. Sin embargo, eso de ayudar tenía ya rato siendo de mi agrado, y con colegas como el tal Martin, poco a poco había estado intentando sacar un poco la cabeza del hoyo. Llegue a darme cuenta que, más que un gusto, es un deber irrefutable de todo aquel que cuenta con techo y pan. Obligación que en la medida de lo posible, debe acatarse siempre.
Sin plan trazado, pero con un altruismo que habría hecho al mismísimo Nazareno pecar de envidia, Martin y lo que en sus ojos desbordaba confundían hasta el más fino de mis intentos por parecer confiado. Aun así, seguí su actitud como pequeño que intenta imitar ademanes de su padre. Torpe pero con inocente y fiel disposición, ofrecí mis servicios para poco o mucho que pudieran prestarse. Al fin y al cabo, un par de manos extra nunca sobran a la hora de trabajar. Mi madre me enseño que nunca se llega de visita a una casa con las manos vacías, y en vista de las circunstancias, esta claramente no era la excepción. Al dar con la dirección después de varias vueltas me di cuenta por qué.
Casi totalmente apartada de la civilización, la colonia era ya de por si prácticamente olvidada por los servicios públicos, pero la casa, aunque muy limpia, denotaba como cruel sinopsis la función que estábamos a punto de presenciar. Con ese salado y característico nudo en la garganta tocamos a la puerta. No pude articular palabra alguna cuando se abrió la puerta solo para revelar como en drama a blanco y negro una cara demás de conocida.
Horas antes, cuando llamé para constatar la cita, la tranquilidad de la Sra. Monge al exponer su caso parecía rebosar y su tono firme parecía ser cimiento de una fortaleza materna que no solo sorprendía, sino inspiraba. Hasta cierto punto me hizo dudar de si tenía el número correcto, e incluso dudé también si esta sería una de tantas estafas “ordeña-sentimientos” con las que tiempo atrás nos habíamos topado. Ahora que me encontraba sentado en la esquina de un pequeño sillón de la sala, mi atención se desviaba un poco en tratar de recordar de donde me parecía tan familiar su rostro. Después de ofrecer un vaso de agua, nos empezó a relatar con la voz entrecortada la historia de la incansable lucha que había estado librando por casi once años contra la enfermedad de su pequeño.
Madre soltera y sin apoyo de su familia, Claudia empezó dejando a José al cuidado de su hermano para poder irse a trabajar y traer algo a la mesa. A pesar de que su hijo mayor tenía tan solo cuatro años, desde entonces había sido no solo enfermero de su hermanito, sino también su guardián y figura paterna. Al empeorar la condición del pequeño, los cuidados de su hermano ya no eran suficientes y requería ahora también de la atención constante de su madre, por lo que la misma se vio orillada a renunciar a su trabajo. “Desde entonces todo ha sido a la buena de Dios”, logró esbozar antes de que el llanto le impidiera el habla.
Entre lágrima e indescifrable ánimo, Claudia nos sacudió sin piedad el corazón con mil y un historias de cómo había logrado mantener a su hijo a su lado todo este tiempo. También, y aquí es donde la historia pasa de desgarradora a infame, nos contó cómo, tanto instituciones de gobierno, como dependencias de salud y periódicos, se paran desde hace rato el cuello con su situación, cuando en realidad la ayuda había sido, si no inexistente, mínima y hasta ridícula. Tanto así, que reciben una caja de medicamento al mes, cuando lo que el niño necesita es casi una diaria. Debido a las circunstancias financieras de la familia, y ya que el precio de los medicamentos es muy alto, es prácticamente imposible proveer al paciente de la dosis necesaria para su recuperación. Por eso, su madre disminuye a discreción las raciones de cada tratamiento, para lograr mantener vivo a su hijo lo más que se pueda. Desgraciadamente es precisamente esa distribución precaria de raciones lo que impide que José muestre mejoría significativa.
Estaría demás intentar describir los sentimientos que cruzaban mudos entre las miradas de los dos. Sentíamos lo mismo que cualquiera que hubiera estado ahí o que se atreviese a platicar con la señora Monge. Dolor, impotencia y compasión. Decepción, rabia y desesperación. Guardando la compostura y después de habernos ofrecido a ayudar hasta donde nuestra capacidad lo permitiera, nos despedimos dispuestos a partir. Ya en el porche a unos pasos del auto, unas palabras desde el umbral de la puerta atravesaron como una daga nuestra serena aflicción: “¿Quieren ver a mi hijo?”, preguntó Doña Claudia. Intentando disimular la angustia al ser invitados a presenciar algo que sabíamos sería duro, asentimos la cabeza sonrientes y pasamos a verlo.
Aún a través de un cubre-bocas lo reconocí de inmediato. Un par de meses atrás, José había estado internado en uno de los hospitales que visitamos por las fiestas Decembrinas. Su caso, sin restar importancia a ningún otro, nos había conmovido de sobremanera. A pesar de haber sufrido una embolia, el pequeño se encontraba con unos bríos imponentes y una actitud deslumbrante. Después de cruzar un par de palabras de aliento a través de la molesta tela azul, Martín le pregunto al niño qué juguete le gustaría que le regaláramos.
Parecía reconocernos a pesar de que cuando le conocimos íbamos disfrazados, ya que de inmediato reparó con voz firme y clara: “nada de carritos ni pelotas esta vez, esas yo no las uso”. Como su condición no le permitía moverse de la cama, había encontrado nuestros regalos de la navidad pasada algo inútiles. Por descuido le habíamos envuelto aquella vez un carrito de cuerda. Por suerte y para nuestro beneficio esta vez su petición fue precisa, misma que habría de dejarnos sin palabras durante todo el meditabundo camino a casa.
De ida, el camino había sido ruidoso y perfumado con pláticas de planes, expectativas y anécdotas, entre otras cosas. De regreso, el sereno traqueteo de la terracería solo se vio interrumpido por algo que según yo había solo pensado, pero que al final terminé diciendo en voz alta: “Y pensar que hoy me levanté pensando en cosas que creí tan importantes como para llamarles problemas”, con pena le confesé a Martin, a mí mismo, al viento. Sin despegar su mirada del escombrado camino y al mismo tiempo que yo, dijo: “¿Tu de que podrías quejarte?”. Debimos reírnos como cuando se habla al unísono, pero no fue así. En cambio, solo callamos en vergüenza, como reprochándonos cada uno las banalidades que nos quitan el sueño de cuando en cuando.
Pedimos un cambio de trabajo, pedimos más dinero, pedimos viajes y lujos. Carros, casas, ropa, fiestas. Pedimos de lo más frío a lo más caro. Pedimos siempre algo que sentimos nos hace mucha falta, pero en realidad está demás. Pedimos todo lo que vale nada y sirve de poco.
José pide rompecabezas y libros de pintar.