Por Santiago Daydí-Tolson
::: En ésta, su columna mensual, medita el ermitaño—cangrejo paguro—sobre esto y lo otro, como ocioso pensador que observa el mundo y se observa.
De la casa ajena abandonada hace el paguro la propia. Cangrejo ermitaño, que es otra forma de nombrarlo, se esconde en la concha del caracol vacía que le sirve humildemente de celda de contemplador. Como el caracol, la lleva consigo en su ir por el mundo observando. En ella se esconde y protege, porque se sabe débil, y al exterior opone sus tenazas defensivas. Escuda su quietud misántropa de pensador ensimismado.
Como todo misántropo y anacoreta desconfía de los demás—los otros— y tiende a criticar la brizna en el ojo ajeno aún sabiendo que al suyo lo ciegan enormes arboledas, sus bosques de la duda. Pero, en efecto, son sus errores los que ve y critica en los otros, en esos otros en que se ve a sí mismo como en espejos levemente deformes y turbios, opacos de una niebla que esconde y caritativamente disimula.
Labor del que se aparta del mundo y su colmena activa es observarlo y juzgar tanto lo admirable como lo que merece crítica condenatoria o constructiva. Como juez de sí mismo y del mundo que observa desde el retiro, vacila el paguro entre mirar con ojos irritados o practicar la caridad del que comprende.
Paguros son quienes escriben desde el aparentemente pasivo escondrijo del que pareciera huir de la realidad siendo en cambio que, a decir verdad, se la apropia en la observación dedicada y en el análisis profundo que sólo la quietud del pensar más íntimo posibilita.