Columna: La Terraza Ensayo Revista

Un elogio a la descripción

Por Rebecca Bowman

Hace años aprendí el concepto del lector edípico, el que se brinca los pasajes descriptivos de una novela para saber rápidamente qué sucede; o los lee, pero sin mucha concentración, sin darse cuenta de que cada hilo en un tejido literario tiene importancia. Algunos maestros de la descripción de la naturaleza incluyen a Pérez Galdós, a Emilia Pardo Bazán, a Gustavo Bécquer, a Valle Inclán en español, a Thomas Hardy, John Galsworthy y otros, en inglés. Tantos, tantos hay, pues la capacidad de observar con detalle nuestro alrededor es una de las más importantes del artista.

Veamos unos ejemplos de pasajes descriptivos memorables intentando no ser lectores edípicos sino lectores atentos y pacientes:

Como éste de la novela Lejos del mundanal ruido, de Thomas Hardy:

Era uno de esos amaneceres lentos característicos de esa época del año, y el cielo, violeta puro en su cenit, se veía plomizo al norte y turbio al este, donde, sobre la hondonada cubierta de nieve o en los pastos de las ovejas de la Granja Alta de Weatherbury, y al parecer apoyado sobre el risco, la única mitad del sol que aún resultaba visible ardía sin rayos como una hoguera roja y desprovista de llamas sobre la piedra blanca del hogar. El efecto en su conjunto se asemejaba más al crepúsculo, tal como la niñez se asemeja a la vejez.

En otras direcciones, los campos y el cielo tenían el mismo color a causa de la nieve, de tal suerte que era difícil determinar con una mirada apresurada dónde se encontraba el horizonte; y había en general esa misma inversión sobrenatural antes mencionada de la luz y las sombras que altera la perspectiva cuando el estridente brillo natural del cielo se advierte sobre la tierra y las sombras de la tierra se reflejan en el cielo. Al oeste colgaba la luna inútil, apagada y teñida de un color amarillo verdoso, como el latón bruñido.

Boldwood advirtió con indiferencia que el hielo había endurecido y satinado la superficie de la nieve, hasta hacerla brillar como el mármol pulido bajo la roja luz del este; que en algunas zonas de la ladera, la hierba marchita, encerrada entre carámbanos, asomaba bajo el suave y pálido manto retorciéndose y entrelazándose como el cristal de Venecia; y que las huellas de algunas aves que habían correteado sobre la nieve mientras ésta caía blanda como la lana, se habían congelado para cobrar una breve permanencia.

O este pasaje del cuento “Una enemistad”, de John Galsworthy:

Él salió en ese momento, bajo la luz del sol inclinada, para mirar algunos animales que tenía en el terreno áspero debajo de sus campos, y el perro lo siguió. Entre los jóvenes helechos y el brezo que aún no había florecido nuevamente, se sentó en una piedra. La tarde era gloriosa más allá de todas las palabras, ahora que el sol estaba bajo, y su glamour tenía movimiento, por así decirlo, y vuelo a través de los fresnos, el espino y el helecho. Un espino cercano a él aún estaba maravillosamente en delicada flor, con un dulce y pesado aroma; en el seto, las cabezas redondas de color crema del saúco brillaban, planas contra el aire brillante, mientras que los serbales en el barranco ya estaban pasando de la flor hacia las bayas marrones no redondeadas.

Había toda la magia de la transición de estación a estación, incluso en el canto del cucú, que voló como una flecha hacia un espino en el barranco rocoso, y comenzó a llamar agudamente. Bowden contó sus animales y marcó el fino brillo en sus pelajes rojos. Estaba somnoliento por su caliente día del sidra que había bebido, y el zumbido de las moscas en el helecho. Inconscientemente disfrutó de una profunda y sensual paz de calidez y belleza. Ned había dicho que no había verde allá afuera. ¡Era inimaginable! ¡Sin verde—sin el refugio de un conejo; sin una joven oruga enroscada de helecho; sin ningún árbol verde para que un pájaro posara! ¡Y Steer lo había enviado allí! A través de su somnolencia, ese pensamiento vino batiendo sus alas negras. ¡Steer! ¡Quien no tenía un hijo por el que pelear, quien estaba ganando dinero a manos llenas! A Bowden le parecía que una fortuna maligna protegía a ese chico tacaño, que ni siquiera podía tomar su copa.

Había pequeñas flores azules, verónica y flor de leche, creciendo abundantemente en la hierba áspera alrededor; Bowden notó, quizás por primera vez, esos pequeños lujos florales de los que Steer había privado a su hijo al enviarlo a un lugar donde no crecía la hierba.

Admirables son estas líneas de Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán:

Antes de dar con el marqués, recorrieron el capellán y su guía casi toda la huerta. Aquella vasta extensión de terreno debía de haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloas: y sin embargo, persistía en la confusa masa no sé qué aire de cosa plantada adrede y con arte. El borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo guarnecían andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aquí y acullá como gigantescos proyectiles en algún desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque parecía charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los que ayer fueron cenadores y bancos rústicos se habían convertido en rincones poblados de maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de maíz, a cuya orilla, como tenaz reminiscencia del pasado, crecían libres, espinosos y altísimos, algunos rosales de variedad selecta, que iban a besar con sus ramas más altas la copa del ciruelo o peral, que tenían enfrente. Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el último vástago de los Ulloas, con las manos en los bolsillos, silbando distraídamente como quien no sabe qué hacer del tiempo…

Leer este pasaje de Alsino, de Pedro Prado es como sumergirse en el océano:

Cuando estuve encima de las playas comencé a bajar, internándome sobre las rompientes. Llegaba hasta mis labios el rocío de los enormes tumbos de la mar boba, al chocar contra las rocas. Gustando su frescura salina, como si bebiese el más poderoso de los licores, caí en uno de esos mis antiguos arrebatos de alegría desbordada. Durante ellos no cabía dentro de mí mismo, y, por eso, en el aire, danzaba frenético como si quisiese dar libertad a mis alas, a mis brazos y mis piernas que bailaban enloquecidos. Descendiendo, cada vez más, iba cerca de las rocas, volaba rozando las aguas hirvientes: olas colosales que se erguían abrumadoras como montañas. ¡Ah! ¡Cuán feliz era al retozar entre la chispería tornasolada de los tumbos despedazados! Mis alas húmedas resplandecían al sol.

Al divisar el nacimiento de una nueva ola soberbia, y ver que por el agua de su cumbre, de una indecible claridad verdosa, cada vez más trasparente, izaba el relámpago de un pez, me vino el mismo deseo incontenible de los piqueros cuando se dejan caer en el mar. Sin atender al peligro, cerré mis alas y veloz, como una flecha, me hundí profundamente en el agua, logrando aprisionar entre mis manos al pececillo.

De la novela La guerra y la paz, de León Tolstoy es este ejemplo primoroso de la ironía poética:

El perrito gris de las patas torcidas corría por la cuneta del camino y a veces levantaba una de las patas traseras y avanzaba sobre las tres restantes, como si quisiera demostrar su habilidad y su alegría, o se paraba para ladrarle a un cuervo posado sobre un cadáver. El animal estaba más limpio y más alegre que en Moscú. Por todas partes se veían carroñas de hombres y caballos, en diversos grados de descomposición. Los hombres impedían con su presencia que se acercasen lobos y el perrito podía comer a sus anchas.

Durante todo el día estuvo lloviendo. De vez en cuando se aclaraba el cielo y parecía que iba a cesar la lluvia y a salir el sol, pero, tras un breve intervalo, volvía a llover. La carretera, cubierta de agua, ya no podía absorber más, y por todas partes corrían arroyuelos que iban a alimentar los charcos.

Pedro avanzaba mirando de soslayo y contando sus pasos de tres en tres con ayuda de los dedos. En su fuero interno decía, dirigiéndose a la lluvia: < <¡Más, más, todavía más!>>

Veamos un fragmento del cuento “Los ojos verdes”, de Gustavo Adolfo Bécquer:

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, Para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Finalmente incluyo, un pasaje del cuento “Los muertos”, una descripción del autor irlandés James Joyce que también sirve de metáfora:

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ven­tana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había lle­gado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz cor­va y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos. 

Notarán que varios de estos pasajes incluyen elementos de agua y de vegetación y sin embargo son muy diferentes. Una cosa que hay que entender es que una narración “realista” no retrata el mundo en sí sino un mundo inventado. El mundo de Faulkner no es el de Updike, el de Dos Passos no es el de Wharton. Todo contexto ficcional es una ficción, no importa si es ficción especulativa, de fantasía, o algo que intente ser sumamente verosímil. No es una mera descripción, sino que refleja todo un punto de vista, una manera de percibir el mundo. Las descripciones nos sitúan en un lugar y en un tiempo, pero también dan el tono de una novela, indican la distancia entre narrador y lector, o entre el narrador y su mundo, reflejan un registro lingüístico y un léxico que muchas veces nos hace comprender aspectos de clase, de etnia, de tiempo histórico. Sentimos un mundo interior diferente según el pasaje descriptivo. Aunque las dos autoras eran hermanas y vivían juntas, el páramo de Cumbres borrascosas no es el mismo de Jane Eyre. Además, así como no se puede separar el signo del significado, la forma del fondo, no se puede distinguir por completo entre la descripción y el avance de un argumento. La descripción hace más lento el ritmo de los sucesos en general pero también es una serie de sucesos, de imágenes que entran una por una a la imaginación del lector. ¿Qué sería Moby Dick sin esos capítulos de conocimiento enciclopédico, o La vorágine sin la presencia de la selva?

La laguneta de aguas amarillosas estaba cubierta de hojarascas. Por entre ellas nadaban unas tortuguillas llamadas galápagos, asomando la cabeza, rojiza; y aquí y allí los caimanejos nombrados cachirres exhibían sobre la nata del pozo los ojos sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mortuorio. Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella las vegetaciones acuátiles, pero don Rafo me detuvo, rápido como el grito de Alicia. Había emergido bostezando para atraparme una serpiente “guío”, corpulenta como una viga, que a mis tiros de revólver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas.

Hoy en día debido a que se siente la cada vez menor capacidad de enfocarse del lector se tiende a no incluir tanta descripción, pero creo que eso es un error. Si nosotros no llamamos la atención a lo que es la naturaleza, a lo que poco a poco se nos está desapareciendo, si no captamos en este momento el roble, el cardo, el flujo de un río, el leve vuelo de una libélula, entonces estos elementos desaparecerán no solamente del planeta sino también de nuestra memoria. La ecofilia es una virtud apreciable y necesaria, y si nosotros no intentamos instalarla en nuestros vecinos menos podemos esperar que cuiden la naturaleza. Nabokov, grandísimo escritor, pinta en Habla, memoria su infancia en la que pasó muchísimo tiempo en Europa Central cazando mariposas. Su habilidad de compartir con nosotros el pasmo, el asombro y la apreciación que él tenía respecto a la naturaleza es enorme.  Ojalá hagamos el intento de imitarlo.  Se me ocurre que muchos textos que cito aquí se escribieron durante el tiempo de la Revolución Industrial cuando la contaminación de las fábricas comenzaba a dejar estragos en la naturaleza. Quizá estos mismos autores ya temían su desaparición.

Un punto final: los múltiples mundos naturales, cada uno distinto, de estos autores nos dan la capacidad y el permiso de también inventar el nuestro. Que no tengamos miedo, como escritores, del lector edípico, que no eliminemos las descripciones que sean necesarias en nuestros escritos por el temor de aburrir. Registremos con bravura la flora y la fauna que nos rodean, al menos eso les debemos.

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Dolores Gloria
Dolores Gloria
2 months ago

!Qué titulo tan ad-hoc! Gracias por esas muestras maravillosas de literatura.

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