Por Isaura Contreras
Rebecca Bowman es una escritora estadounidense, y también mexicana por adopción, a la que se le puede asociar con algunos lugares de uno y otro país. Nació en Los Ángeles y pasó muchos años en Ciudad Victoria, Tamaulipas. Aunque también ha vivido en Cochabamba y la Ciudad de México en algunos periodos de su vida. Su educación y carrera profesional también son notables: obtuvo una maestría en Español sobre la interconectividad entre la obra de Virginia Woolf y María Luisa Puga en la Universidad del Estado de Texas en San Marcos, ciudad donde trabajó como profesora y desde donde hoy se dedica a la escritura y la edición. Allí dirige su editorial independiente Bric-a-Brac Press. Su lengua materna es el inglés y sin embargo escribe en español. Entre sus numerosas obras que incluyen narrativa, teatro y poesía. Me detendré brevemente en sus libros de cuentos, Portentos de otros años, del 2014 y Lugar de aguas del 2021, publicados en los Estados Unidos y que le han valido también ser incluida en la reciente antología A golpe de linterna. Más de cien años del cuento Mexicano (2020) coordinada por Liliana Pedroza. La obra de Rebecca Bowman ha sido desde sus comienzos, y especialmente en estos dos libros, una caja de resonancia de voces, gestos y miradas que envuelven a la comunidad hispanohablante en los Estados Unidos.
Siempre me he preguntado por qué Rebecca escribe en español, lengua que al menos en Texas fue tradicionalmente segregada hasta la década de los setenta, a pesar de que la población hispana en ese estado es una de las más grandes del país, como sucede en la ciudad de San Antonio, donde Rebecca desarrolla parte de sus proyectos literarios. Allí, de un total de 1 400 000 habitantes, aproximadamente 750 000 personas son hablantes de español (Texas-demographics.com). Como es bien sabido durante muchos años el español fue estigmatizado en la enseñanza escolar. Aún es frecuente escuchar estudiantes de origen hispano que no lo hablan, argumentando que sus padres no les quisieron enseñar por haber sido castigados en la escuela por comunicarse en esa lengua. El inglés se convirtió pues en una exigencia de la integración. Por si fuera poco, recientemente hemos sido testigos de su lamentable conversión en la única lengua oficial del país. Y a pesar de que hoy el español florece tanto en las aulas educativas y en los espacios dedicados al arte y la literatura, acentuado por la constante migración, los espacios de diálogo para la literatura que se escribe en ese idioma siguen siendo limitados. Por ejemplo, el programa del San Antonio Book Festival (Festival del Libro de San Antonio) cuenta cada año con la participación de autores bilingües, especialmente de habla hispana, pero todas las actividades están orientadas a un público de habla inglesa y los libros presentados no son los que se publican en español. Menciono estos datos para reiterar mi asombro de que alguien como Rebecca persista en escribir, publicar y editar a otros en esta lengua en los Estados Unidos. No solo me sorprende, sino que lo celebro, puesto que con su trabajo contribuye a los esfuerzos por destacar esta literatura en los Estados Unidos, tendiendo puentes con la comunidad hispanohablante de Texas. Como también ha comenzado a hacerlo la UNAM San Antonio y Letras en la Frontera, gracias a la Feria del libro en español que va en su tercera edición.
Dudo que la inclinación de Rebecca al elegir la lengua con que escribe pase por la de Samuel Becket, escritor irlandés cuyas primeras publicaciones fueron en inglés, su lengua materna, y quien comenzó a escribir en francés, para “empobrecer su estilo un poco más”, es decir, para depurar su lenguaje. Cuestión aún enigmática si consideramos que Beckett dominaba ambas lenguas a la perfección, al igual que Rebecca, que si bien no publica su propia obra en inglés sí traduce la de otros escritores hispanos. Tampoco creo que su intención se asemeje a la de Vladimir Nabokov, quien exiliado en los Estados Unidos, comienza a auto traducirse del ruso al inglés, y luego a escribir directamente en esta lengua, para tener mayor alcance editorial. Incluso, ésta ha sido la opción de otros escritores y escritoras mexicanas bilingües que tradicionalmente escribían en español y ahora lo hacen también en inglés.
Si bien el mercado de la literatura en español ha ido creciendo en los últimos diez años, hasta contar ahora con una veintena de editoriales, tanto independientes como pertenecientes al gran mercado, Rebecca Bowman es anterior a todo este mini boom. Uno de sus primeros libros, Los ciclos íntimos, lo publicó en 1997. Su caso no es el de los escritores que la crítica argentina Gisela Heffes llama “Los dislocados”, los escritores hispanoamericanos que escriben en español en Estados Unidos como parte de un contexto de desarraigo. Ese escritor dislocado, fuera de lugar, escribe para otros dislocados como él, y en su práctica media también un acto de recuperación del país que dejaron.
Aunque suene un poco cursi, y sin que me conste, creo que Rebecca, escribe en español, como un acto genuino de amor por una lengua aprendida y lo que ella representa. Una lengua que un hispanohablante puede también aprender a amar en su propia voz.
El primer cuento que escuché de Rebecca en una lectura pública del Festival Letras en la Frontera, en el que ella participa con asiduidad, me trajo ese pensamiento. “Boxeo de sombra” abre su libro Lugar de aguas y es narrado por la voz melancólica de una adolescente en una ciudad estadounidense sin nombre, que boxea con las sombras mientras evoca las preocupaciones por su familia, por su hermano Toño que no sabe defenderse, por su padre que ha sido deportado a México; una historia también llena de erotismo. En esta breve lectura, como acontece también en otros de sus cuentos, llama la atención la recreación de ese lenguaje coloquial fronterizo del español mexicano. No se trata aquí de la llamada apropiación de una voz, sino de su escucha atenta que logra situarse y situarnos. Una manera sutil que tiene Rebecca para ponernos en los zapatos de personajes que habitan los márgenes y la miseria de la frontera estadounidense. Los personajes de Rebecca, aún viviendo en los Estados Unidos, persisten en un mundo que no corresponde a lo que convencionalmente pensamos como parte de esa geografía. En Portentos de otros años, por ejemplo, ni siquiera podríamos afirmar que se trata de México o los Estados Unidos, pues a diferencia de Lugar de aguas, aquí no es relevante el lugar sino el acontecimiento. Se trata de cuentos que en su mayoría suceden en un entorno citadino, donde sobresalen las relaciones familiares, la vida laboral, las aspiraciones amorosas en contextos de monotonía, miedo y soledad. Lugar de aguas, por el contrario, evoca con claridad ese espacio liminal y fronterizo a cuya vera suceden las historias. Como señala el comienzo del cuento que le da el título al libro: “El río separa la ciudad en dos, corre de norte a sur desde la parte alta de la ciudad hacia la planicie. En su recorrido rompe, canta, murmura”. En estos cuentos no aparecen los espacios estereotipados que definen la vida norteamericana. Por el contrario, se trata de los lugares íntimos del hogar, la calle, la panadería, el restaurante local. Aquí se recrea el universo de las familias que aún viven con las costumbres del país que dejaron. Un espacio donde se asoma Judas Tadeo, el santo de lo imposible, familias que viven en la violencia callejera, mujeres que trabajan, que educan, que rezan, que tienen que aguantar, que sufren desprecios en el trabajo y en la escuela, y viven en muchos casos una vida entre la resistencia y la resignación. Veteranos de guerra, estudiantes de literatura, adolescentes llenas de deseo, doctorantes en sicología, vendedores de paletas, entre otros personajes que no buscan la heroicidad, pero que son héroes a su manera. Como Marcos Rodríguez cuando afirma “No soy superhéroe lo sé pero tengo que jugar a que lo soy para aguantar, para hacer las cosas bien”. Esos héroes discretos son el hilo conductor de ambos libros, en ellos el portento no es solo el acontecimiento sino el personaje, convertido en ser admirable, único, mas no idealizado.
En polémicas recientes se ha cuestionado la práctica de bestsellers estadounidenses que escriben sobre los migrantes o la población hispana, y se les ha acusado de exotización o intento de apropiación (por ejemplo, American Dirt de Jeanine Cummins). Nada más lejos de la práctica de Rebecca, que no solo conoce el idioma sino la profundidad del mundo que describe, habitante ella misma de ambas fronteras. Si la exotización constituye una forma de representación de los Otros que solo permite un vínculo superficial, dado que reduce al Otro a algunos rasgos socialmente definidos y concebidos como esenciales – casi siempre de tipo “cultural” y “racial” (Morales- Kleidermacher). En la obra de Rebecca los personajes no son una representación estereotipada, no parecen siquiera una obra de la imaginación, resultan siempre demasiado vivos, demasiado humanos. Definidos en todo momento a partir de su lucha y su deseo.
Hay tan poca artificialidad y artificio en su manera de narrar que casi podríamos decir que no sigue las pautas de lo que para algunos autores define al cuento: no hay finales sorpresas, como en los cuentos de Allan Poe. No cuentan dos historias, como diría Piglia. Los inicios no necesariamente buscan conducir a un final preestablecido desde el inicio, como pediría Quiroga. Tampoco construyen universos deliberadamente esféricos como sugería Cortázar. Los cuentos de Rebecca se configuran más bien a partir de una polifonía de voces, producto de su escucha atenta. Las historias que cuenta se dirigen a bordearlo todo, como un rayo tenue que ilumina y transforma los objetos, sumiéndonos en un instante de contemplación de fragmentos de vida auténtica.
Me parece necesario este breve recorrido por los cuentos de Rebecca Bowman para invitar a la lectura de su última obra, la novela El factor humano, (2024), publicada por el sello Letras en la Frontera, dirigido por Alfredo Ávalos. Esta novela se alimenta de la experiencia narrativa cultivada a lo largo de sus libros. Obra que en su extensión de trescientas páginas es también un portento, como la cuidadosa edición de Santiago Daydi Tolson quien de manera impecable revisó el texto. En muchos sentidos podríamos decir que la novela de Rebecca bebe de cierta tradición de la novela latinoamericana y su aspiración de lo que sería la llamada novela total. Una novela, como diría Vargas Llosa, de individuos pero especialmente de colectividades, con una mirada que lo abarca todo, capaz de crear un microcosmos en el que se concentran las diversas capas de una sociedad: lo psicológico, social, o político. Una novela donde importa la acumulación y la abundancia. Esto lo podemos observar desde el inicio, pues la novela de Rebecca aporta una guía, más propia de guión de teatro, con los nombres de por lo menos 52 personajes, distribuidos en distintos escenarios: el burdel, las casas de cinco familias, el cuartel, la penitenciaría, el sanatorio, la tienda de la esquina. Personajes que señalan una filiación casi teatral, bajo la impronta aparente del personaje arquetípico sobre el que se construye la novela: arquetipos que van desde las prostitutas, los noorteamericanos, los científicos, las señoritas de la alta sociedad, los jóvenes de brillante porvenir, los militares, etc. Y es que solo desde la ilusión de una puesta en escena, que potencia su carácter de artificio, se comprende la naturaleza abrumadora, esperpéntica y cruel que da origen a esta historia: los experimentos realizados por científicos estadounidenses que en los años cuarenta deliberadamente infectaron de sífilis a poblaciones marginadas con la connivencia de los gobiernos locales. Si bien los datos históricos revelan el origen de estos estudios sobre la sífilis en la población afroamericana en Alabama, así como experimentos médicos en Guatemala, la novela de Rebecca recrea ficticiamente estos sucesos en el puerto de Tampico, Tamaulipas. Con ello reconstruye también la otra historia del puerto mexicano, vinculada al auge de la industria petrolera y a la asimetría de las relaciones binacionales.
La ciudad de Tampico es también un personaje, un trópico abrumador. Así describe su impacto en Edward, uno de los norteamericanos: “Al regresar de un paseo era como si la piel llevara un ungüento que no se le quitaba, un ungüento vegetal de hierbas y zumo que requería de una ducha para eliminarlo. Y este olor entraba por debajo de las persianas bajadas en contra del sol de mediodía, se colaba por las rendijas y por debajo de las puertas, invadía todo el espacio de manera que uno se sentía dentro de una fruta enorme”. Tampico adquiere así pinceladas de las ciudades míticas fundadas en la novela latinoamericana del siglo XX.
En este espacio vemos desplegarse de manera fragmentada las vidas de los múltiples personajes. Se destaca por un lado la dinámica de las parejas: matrimonios de conveniencia, forzados, o por costumbre, en los que el papel de la mujer tiene un destello liberador: Chela superando a Gabriel en la habilidad de los negocios, Mary más aristócrata que Charles, Ester salvaguardando la honra familiar antes que Carlos, y Amelia, la hija, sobreponiéndose al abandono de Ramiro y entrando al burdel. Fer y Lolis, las amigas amantes; Magda, la señorita bien que pierde la virginidad. Tramas diversas, tocadas en algún punto por el experimento que se va gestando en secreto, un mal que se va inoculando en los cuerpos, como metáfora de un cuerpo social también enfermo.
El factor humano es en cierta medida el cuerpo violentado, el cuerpo utilizado, instrumentalizado. Pero el factor humano es, a la vez, el atisbo del amor, el temor, la esperanza, la complicidad, el juego, la monotonía, la solidaridad y el deseo que asoma en estos personajes y hacen de la novela una obra entrañable.
Me detengo aquí sin explicar a detalle lo que sucede en la novela, porque otro de los aciertos de esta obra es su carácter fragmentario, abierto, inasible, lleno de historias, que no piden una resolución sino una lectura espiralada que, al igual que la ciudad, se recree en su infinita y creciente arborescencia.