Por Bertha Jacobson
Maldices el momento en que decidiste ducharte. No había fila en las regaderas públicas y dejaste el carrito de supermercado con todas tus pertenencias al lado de una banca en el parque. Buscas a tu alrededor, pero no ves nada. ¿Cómo se te ocurrió disfrutar del agua caliente? Lo único que te queda es esa toalla morada alrededor del cuello, unos pantalones cortos de mezclilla con agujeros en los muslos, tus chancletas negras y la loción que ganaste en una rifa del albergue el cuatro de julio. No es la primera vez que tienes que empezar de cero, pero ¡qué mierda! Pensaste que tu suerte iba a cambiar. El carrito te permitía mover tus cosas sin tener que cargarlas. Se llevaron todo: tus tres mudas de ropa, una colcha, la tienda de campaña naranja para pernoctar en el parque y una bolsa de plástico llena de latas y botellas reciclables. Al venderlas podrías darte el gusto de comprar algún antojo, un toque, un refresco, quizá hasta una cena de brisket asado en Rudy’s, tu restaurant favorito.
Con el torso desnudo, caminas a lo largo del empedrado hacia el río. No sabes qué día es, pero son pocos los caminantes y ciclistas que circulan por las veredas. Tu melena larga gotea sobre la toalla. El sol matinal acaricia tu espalda. La clavícula, el esternón, las costillas y la espina dorsal sobresalen a través de tu piel oscura llena de tatuajes y curtida por años de vivir a la intemperie. Coincides a la perfección con el estereotipo de vagabundo que forjaste en tu mente hace años, cuando distabas de imaginar que serías uno de ellos.
¿Quién lo hubiera dicho de ti? Siempre sobresaliste en lo académico. Por lo menos hasta tu primer año de universidad. Ahora ya no recuerdas si recurriste a las drogas para mitigar la depresión, o te deprimiste por el uso de drogas. Qué más da. Abandonaste la escuela, te distanciaste de tu familia, perdiste a los amigos y caíste en un círculo vicioso de tratamientos, encierros y recaídas.
Por una temporada te empeñaste en ser músico ambulante y con un disfraz ridículo recorriste las calles más céntricas de la ciudad. Parecías gustarle al público, pero el imán de la droga te desvió y empeñaste tu guitarra. Nunca pudiste recuperarla.
Este parque de la ciudad de Austin se ha convertido en tu hogar. Te ayudas con un palo al remover los basureros en busca de material reciclable para vender. A menudo encuentras allí tu comida del día, ya sea el resto de un sándwich o una hamburguesa.
Dentro de tu situación desesperante puedes decir con orgullo que nunca has mendigado ni robado nada. Recoges las sobras, eso sí, pero no es lo mismo que humillarte al pedir a otros lo que no puedes costearte por ti mismo. Con frecuencia recurres al cambalache y te ha funcionado bien. Ahora sin embargo, te has quedado sin nada, salvo una botella de loción a medias.
Al llegar al área de picnic, reconoces al “escritor fracasado”. Así bautizaste al hombre calvo que viene por aquí tres veces por semana con su computadora portátil, su café de Starbucks y su teléfono móvil. En lugar de escribir, consume el tiempo en llamadas quejándose de su bloqueo mental. Tiene semanas de venir por el parque y todavía no lo has visto escribir nada.
Un grupo de jóvenes de edad universitaria llega a comer su almuerzo y se sienta a dos mesas del escritor. Todos visten una camiseta color mostaza estampada con la figura de una abeja y el texto “Salve a las abejas, son nuestro futuro”. Tres chicos y dos chicas que bromean, ríen a carcajadas, comparten el almuerzo y hasta cantan en coro. Dos de ellos brincan y hacen piruetas: rodadas de carro, maromas hacia atrás y apoyándose sobre sus manos, caminan con las piernas en alto, como cirqueros.
Cautivan tu atención; no gustas de escuchar conversaciones ajenas, pero la camaradería y el entusiasmo de los amigos te embelesa, no así al “escritor fracasado”, quien molesto por el ruido, recoge sus cosas y se marcha balbuceando maldiciones.
En la prisa por irse, el hombre deja su cigarro recién encendido sobre la mesa. Te apresuras a recogerlo e inhalas con gusto. Cierras los ojos, quizá tu suerte empiece a cambiar.
Uno de los jóvenes saca un six-pack de Dr. Pepper. Es tu refresco favorito y hace mucho que no te alcanza para comprarte uno. Te aproximas al grupo. La lata de Dr. Pepper es mucho más atractiva de cerca. Sabes que está fría porque brilla contra el sol y se ve húmeda.
—Hey amigos, ¿me cambian esa lata de refresco por esto? —levantas el frasco de loción por encima de tu cabeza, como si fuera un trofeo.
Los muchachos te miran y sonríen. La chica maromera se acerca a la mesa y te entrega la lata.
—Es tuya. Somos cinco y hay una extra.
Pones la loción sobre la mesa de picnic, pero nadie la toma.
—¿Hacemos cambalache? Estoy en un mal momento, pero no quiero abusar de su confianza —insistes. Al abrir el refresco. escuchas el gas subir a la superficie. Tus labios sobre la lata reciben el líquido con emoción. Un sorbito apenas, te la tomarás poco a poco para que te dure el gusto.
—Siéntate —te invita uno de ellos.
Aceptas y te unes al grupo. La muchacha y su compañero continúan con las piruetas. La camiseta de ella es demasiado grande y la lleva anudada a la cintura. Los otros jóvenes te hacen preguntas. Quieren saber de ti. ¡Qué extraño! Por lo general la gente te evita.
Bajas la guardia. Te sientes cómodo entre ellos y cuentas parte de tu historia. La chica deja de brincar y regresa al grupo. Te escucha con atención mientras descansa las manos sobre la mesa.
Terminas tu cigarro y uno de los chicos te ofrece otro, esta vez de marihuana. ¡Qué suerte tienes! Te relajas. Aspiras con gusto para luego contarles que te han robado todo y sin pensarlo mucho, la misma joven que te dio el refresco, se despoja de la camiseta gigante. Por debajo lleva una blusa de cuadros verdes y azules.
—Te la regalo.
Te pones la prenda todavía cálida por el contacto de su piel y percibes un aroma floral.
—Gracias —musitas emocionado y le ofreces de nuevo tu sonrisa desdentada y chueca, arruinada por la nicotina y las drogas.
Les cuentas de los años que llevas en la calle, que ya no recuerdas lo que es tener una vida estable, un techo para pasar la noche, o la certeza de tres comidas diarias. Eso no es lo más difícil, les dices. A eso te has acostumbrado. Lo difícil es perder la dignidad. Ver el desprecio en el rostro de los otros: los que cruzan la calle para evitarte, y los que fingen no verte, ni oírte cuando los abordas. Te has sincerado con este grupo de desconocidos y se te forma un nudo en la garganta.
—¡Al carajo con todo! —murmuras al sentir una lágrima que baja por tu rostro.
—¿Me dejarías darte un abrazo? —pregunta la joven, la misma que te dio la camiseta.
Levantas la mirada y ves un rostro diáfano, desprovisto de toda maldad. No puedes responder porque tu voz se quiebra. Asientes con la cabeza y giras el cuerpo alrededor de la banca. Ella se acerca y coloca sus manos por encima de tus hombros, alrededor de tu cuello. Tu primera reacción es retraerte, rechazar el gesto amable. Hace mucho que no tienes contacto personal con otro ser humano. Te cuesta trabajo, pero extiendes tus brazos y los doblas alrededor de su cintura.
El abrazo incondicional abre un dique de emociones reprimidas durante los años que has vagado sin destino. Te aferras a esta cercanía sorprendido por tus sollozos y el temblor incontrolable de tu cuerpo. Y así, el llanto que te ataca en forma cruel y descarada, a pesar de escaldar tus entrañas, te regala un momento de felicidad efímera.