Cuento Revista

Clases de natación

Imagen generada por IA

Por Alfredo Ávalos

La primera vez no pasé del estacionamiento. Dentro del carro tuve un ataque de pánico que logré controlar en minutos, pero de todos modos me fui a casa.

El lunes recibí un email. “Mr. Avalos, we are sorry you missed your first class. We hope you can make it this Saturday.”

En mi segundo intento, estuve dándome los pros y contras antes de animarme a dejar la seguridad del auto; “Uno no puede hacerlo todo en la vida” Vi a mi yo acusado, sentado en una silla. Mi yo fiscal presentando los argumentos para convencer a mi yo juez de impedir semejante insensatez. “Es demasiado viejo y en pésima condición física.” En el jurado estaban sentados mi madre, mi abuela, la señora Rosalba, mi hermano Paco y nuestro vecino Periquín. “Al menos murió en viernes santo, como nuestro señor Jesucristo” oí decir a la abuela. “No abuela. Fue en sábado. El viernes fuimos todos juntos al viacrucis”.

Salgo del carro. “¿Estoy vestido apropiadamente?” Me pregunto sin detenerme. Sé que busco una excusa. Abro la puerta del edificio, entro, las paredes son verde aqua decoradas con escenas de un océano imaginario; peces, olas, sirenas. Voy directamente al front desk y doy mi nombre. “We are glad you made it today.” Dice sonriente la recepcionista. Me pide mi tarjeta de crédito y pregunta cuántas clases deseo abonar. No lo sé, le digo. “¿Cuántas clases se necesitan para que un hombre de cincuenta años aprenda por fin a nadar?”

Me ofrece un tour por las instalaciones antes de que vaya a encontrarme con mi instructora. Lo acepto, aunque no hay forma de que me concentre en sus palabras. No entiendo la mitad de lo que dice. Hay gritos y risas de niños chapoteando en la piscina, y de sus padres animándolos a conquistar el agua clorada como Magallanes al Pacifico.

“Las estadísticas están en mi contra.” Me sorprendo pensando, es mi yo fiscal que no se rinde. “Una de cada cinco personas adultas no sabe nadar y casi la mitad de la población en Estados Unidos no sabe nadar de modo que pudiera salvarse en caso de caer en aguas distintas a la de una piscina.” Es cierto, concedo. “Y cuando se trata de latinos el porcentaje es mayor. Hasta el 60% de los niños latinos en Estados Unidos no saben nadar.” Estoy a punto de retroceder. Salir de este lugar. “No eres un niño” dice una voz en mi cabeza. Es mi yo acusado/ abogado de oficio. La recepcionista que ha enfatizado su deseo que ser llamada coach Maddy, me indica que debo dejar mis cosas en alguno de los lockers que me acaba de mostrar y prepararme porque coach Jaylinn está lista para mí.

 Jaylinn no pasa de diecisiete años, es rubia y delgada, tiene una sonrisa permanente en su linda cara. Me invita a entrar en el agua. “Sit on the edge and gently let yourself in the water.” No pensaba tirarme de cabeza, Jaylinn. Me digo.

Iba a cumplir ocho años y Periquín seis. Yo cursaba el segundo grado, a unos meses de pasar al tercero. Periquín había comenzado el primer año. Era compañero de clase de Paco, mi hermano menor.  Siempre nos acordamos de él en los días de Semana Santa. Unos meses antes se había perdido. Al menos eso decía su mamá Rosalba entre sollozos. Iba de arriba abajo por la calle gritando su nombre. Se formó un grupo de gente de toda la cuadra “Periquín ha desaparecido” Decían. “Se lo llevaría el viejo del costal. Un robachicos” comenzamos a conjeturar los niños. Por supuesto, si alguien era perfecto para las intenciones de un robachicos eran Periquín y su carita de ángel.

Más y más personas comenzaron a unirse a la búsqueda del niño. Las otras madres consolaban a Rosalba y los padres hacían planes para cubrir la mayor cantidad de terreno antes de que fuera demasiado tarde y el niño se esfumara para siempre. Mamá nos ordenaba a Paco y a mí que volviéramos a la casa, que no saliéramos de nuestro cuarto, pero no había poder que nos sacara de la calle. Teníamos que saber que le había ocurrido a nuestro amigo.

Una hora después, todos volvimos a reír. Encontraron a Periquín dormido sobre un par de sillas viejas de un comedor que su padre había puesto en el cuartito de los cachivaches en el patio de atrás de su casa. Ahí como un gato, se enroscó el niño y durmió a pierna tendida mientras la cuadra se volvía loca buscándolo.

“You have to relax and concentrate in your breathing” dice Jaylinn. “Let’s start with some bubbles and try putting your head under water for a second or two” Veo a los niños de dos y tres años nadando vigilados por sus instructoras. Pasan a mi lado, ríen y gritan emocionados, mientras yo lucho con el miedo de que dos segundos con la cabeza bajo el agua, sean suficientes para asfixiarme.

“You are doing great!” me anima Jaylinn. Me pide que tome un descanso. “Today we do bubbles and we’ll try to get you comfortable in the water” Quiere saber si mi miedo al agua tiene una razón conocida. Algún evento traumático. “En mi otra vida fui gato, supongo” le digo.  Y vuelvo a los ejercicios de respiración con la cabeza parcialmente sumergida en el agua.

El Viernes Santo todo el barrio fue a ver la procesión de la pasión de Cristo. De la iglesia a la colina que conocíamos como Cerro de la Cruz, recorrimos las calles del pueblo siguiendo la representación de la via crusis del célebre nazareno. Los niños íbamos adelante. Corríamos no bien terminaba una escena a la siguiente estación de la cruz para asegurarnos de obtener los mejores lugares y ver como “latigaban” los fariseos la espalda de Jesús. El espectáculo era tan bochornoso como infame. Aunque bien sabíamos que aquellos en el drama eran nuestros vecinos vestidos de fariseos, que el Jesús era Luis Campirano, su madre la virgen María, era Tola la del callejón y la Magdalena la prima Estela. También sabíamos que terminado el recorrido veríamos a los fariseos rodeando a Jesús, tomando cerveza con él y haciendo chistes obscenos; pero por momentos quedábamos atrapados en la esa realidad alterna y descabellada, en donde una turba enardecida participa de la tortura y muerte del que luego tendríamos como dios, y corríamos convencidos de ser niños antiguos, de dos mil años, subiendo el Gólgota con el salvador de mundo, a punto de morir por los pecados de la humanidad.

 Al día siguiente, las familias del barrio nos organizamos para pasar el sábado de Gloria en las cascadas de Tamasopo, a una hora de nuestro pueblo.  Salimos temprano para poder agarrar un buen lugar cerca de las pozas, y para pasar el día en que la tradición mandaba mojarse mientras se espera con alegría la resurrección del que ayer habíamos crucificado.  La abuela no fue, “Son días de guardar. Y nadie debería andar de fiesta” Dijo como un augurio.

We’ve finished for today. You did really great” dice Jaylinn con ese optimismo gringo con el que algunos de ellos lo pintan todo. Salgo de la alberca y me encamino a los vestidores. Un niño pequeño viene corriendo en sentido contrario, “Jason, don’t run!” le ordenan. Choca con mis piernas y cae a la piscina. Lo veo hundirse en al agua. Alguien grita.

Cuando lo perdió de vista, Rosalba comenzó a buscarlo como la vez aquella que creímos que se lo había robado el viejo del costal. Luego todos comenzamos a gritar su nombre. “Estaba por acá” decían unos. “Lo vi sentado allá, comiéndose un mango” aseguraba otro. Las madres fueron sacando a sus hijos del agua. Nos sentaron a todos juntos y nos cubrieron con toallas. De pronto todos teníamos frio. Ya se habían prendido las antorchas y las lámparas de mano cuando encontraron a Periquín. Lo pusieron en brazos de Rosalba. Se había quedado dormido bajo el agua

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