Por Santiago Daydí-Tolson
Una vez asumida la inutilidad todo lo demás —así en vaga totalidad abarcadora— se aclara. Dejan, más bien, de importar los asuntos que importaban e importunaban los días y las horas con sus interrogantes, vacilaciones, temores, dudas e ilusiones.
Tal cual: se desprende el ser de su incertidumbre en la certeza de su irrelevante condición de individuo de una especie equivocada, error deplorable de la naturaleza.
Y no hay más que hablar. No hay más que hacer, tampoco; salvo, por cierto, continuar viviendo. Porque se ve que la vida, por lo absurda que sea, insiste en continuar. Es lo suyo, su propósito y objetivo: continuar contra todas las fuerzas del exterminio y la extinción.
Sonó el teléfono y volvió a sonar varias veces a intervalos y no lo contestó aunque le perturbara el sonido de la insistencia de quienes llaman. Le perturbaba menos que el acto de levantarse a buscar dónde pudo haber dejado el teléfono que incita como escondido y rechazar la llamada.
–—En cuanto tenga tiempo te llamo— le habían dicho. A lo mejor estaban cumpliendo con su palabra; pero nunca les dijo que contestaría. No tenía, entonces, por qué levantarse a buscar el teléfono que sonaba en la cocina (estaba en la sala, a dos pasos, apenas) con la conocida tozudez de los consternados por la suerte de otros, los determinados a ser de ayuda de quien la necesite, o que, más bien, la necesita, y urgentemente.
Un poco más tarde fue el timbre de la puerta la expresión de la urgencia, y luego los golpes repetidos con creciente fuerza e insistencia se habría dicho desesperada.
Casi dejó de respirar para no dar signos de vida. Y tuvo que aguantarse de ir al baño hasta que al fin desistieron y se prolongó el silencio los minutos convenientes antes de hacer ningún movimiento.
Alcanzó a llegar al baño a tiempo.
Suspiró de alivio y se echó a reír por primera vez en muchos días, semanas, tal vez, o a lo mejor meses.
Y riendo pasó a la cocina y sin ni darse cuenta de lo que hacía se preparó, todavía riendo, aunque menos abiertamente, una tetera de té y se la fue tomando de a poco con un deleite que, de pronto, le produjo la sorpresa de encontrarse de buen humor, a gusto con el momento y su modo de apropiarselo como una dicha que, por menor que fuera, le estaba dando perfecto sentido a la vida, a ese sentir que se está —conciencia del ser— arrebatado por lo que sucede y le sucede: el pulso intermitente, el irse consumiendo del té a medida que lo bebe, sorbo a sorbo, gesto a gesto. El dulce fluir del tiempo.
Había hecho bien, pensó, en asumir por fin su inutilidad liberadora de preocupaciones.
Ya encontraría el teléfono y haría un par de llamadas sin importancia pero necesarias. No estaba bien, después de todo, hacer que los demás se preocuparan.