Por Antonio Gragera.
A todos los que se han quedado a solas con sus cortocircuitos.
Recuerdo alguna vez haber deseado que el tiempo se detuviese. No como lo hayan podido desear otros, no. Quería que el tiempo se detuviese para los demás, solamente. Creía que así podría ponerme al día con todo lo que siempre me faltaba por hacer. Me imaginaba lo que debía ser no tener el tiempo en contra.
¡Cómo me esclavizaba el tiempo que marcaban los demás! Era un preceptor dominante y sádico que disfrutaba antagonizando mis ciclos vitales y el flujo de mis neuronas. De esa tensión surgieron, muy probablemente, mi obsesión y mi fobia por la minucia. Obsesión porque la minucia parecía ocupar el espacio que necesitaban todas las otras cosas, las grandes cosas, para desentumecerse, y fobia porque la vivía como una plaga de langosta devorando las horas.
En algún momento debí darme cuenta de que mi deseo de detener la vida ajena no iba a cumplirse lo suficientemente a tiempo. Los relojes no se pararían para nadie y seguirían marcando el límite de mis capacidades. Necesitaba una estrategia para sincronizar mi reloj con el reloj de afuera. Desde entonces, me he engañado con la ilusión de que si me deshago de la minucia apenas asome, podré explorar mi propio tiempo sin tensiones. Así es como debería sentirse ese mundo detenido y silencioso que alguna vez había anhelado: sin tensiones.
Pero la minucia es como el polvo doméstico, omnipresente e invencible. Y como el polvo, nunca he podido dejar que se acumule en exceso. Es como un acto reflejo o, más precisamente, un ritual obsesivo. Probablemente, la coartada necesaria para explicar, un día más, la postergación de mi opus magnum. Vivo para la minucia, llenando de excusas el espacio entre comidas. El tiempo de los demás sigue sin dejarme soltar amarras.
La minucia tiene para mí el efecto que la belleza dicen que tenía en Stendhal. Como los detalles en un retablo barroco, no puedo ignorarla. Me obsesiona y me debilita. Por eso, hace años ya que desnudé mis decorados buscando convertir mi espacio en un santuario que me devolviera la imagen del mundo interior al que aspiraba. Quería un lugar donde el polvo no encontrara sitio para acumularse. Pero el minimalismo tampoco ha podido contrarrestar el goteo continuo de pequeñas cosas que, como un grifo impertinente en medio de la noche, no le deja a uno conciliar el sueño.
Y de pronto un día, mi deseo de antaño se deja caer sobre el planeta. Una pestilencia venía a parar los relojes. Ahora era el momento, o debería de serlo. Pero esto me cogió con las maletas por hacer. Empecé a garabatear estos apuntes, queriendo dar forma a algo en al menos tres folios, nada demasiado ambicioso, para acabar maldiciendo la oportunidad de poder hacerlo. No se puede improvisar sin haberse uno disciplinado en la improvisación, sin haberse reconciliado con el caos y sin deshacerse del miedo a enfrentarse con sus limitaciones.
No contaba con que el tiempo detenido de los demás no me iba a servir de mucho si el mío no pudiera encontrarse a sí mismo sin la vieja, desesperante, referencia de lo impuesto. Después de tanto practicar mi derrota ante la minucia, me temo que todo se haya reducido a eso, a minucia y a polvo doméstico. Constatar mi sórdida existencia es todo lo que este tiempo de reclusión me ha permitido: mantengo una relación de codependencia con algún homúnculo abusador que habita no sé qué rincón de mi masa encefálica y que repite insistente su mantra de negación. Y esta es la evidencia; mi obra magna ni siquiera es un esbozo.
San Antonio, Abril 2020.
Antonio Gragera, doctor en Lingüística por la Universidad de Massachusetts, es profesor asociado en el Departamento de Lenguas y Literaturas del Mundo de la Universidad del Estado de Texas (Texas State University) en San Marcos.