Por Jorge Alejandro llanos. Inversión de lectura: 5 minutes
Al momento de penetrar la piel, el abismo que divide, corta y brinda, las manos de Alejandra se estrellaron contra la espalda de Daniel, sus pies se estremecieron en contracción salvaje, su estómago tibio pasó de un ligero pastal de carnes a una tensionada llanura succionada por un espasmo incomprensible para ella, involuntario, y él, apretado a su cuerpo de criatura indefensa, de animal atrapado bajo redes pesadas de nailon, bajo la estreches del quiebre entre sus muslos, respiró hondo antes de sentir sobre su miembro desnudo gotas de vida.
Se enfrentaban en combate, el roce de sus cuerpos asimilaba la lucha de guerreros salvajes, bárbaros olvidados en el tiempo que peleaban desnudos contra los invasores. El huesito de su cadera emitía gritos que eran devorados por la pelvis de Daniel, que en cada oportunidad que podía la miraba directo a los ojos, lanzándole flechas, jabalinas, piedras catapultadas por un instinto aún más hondo que su propia esencia, que le obligaba a acuchillarla violentamente hasta oírla gritar. La mesa temblaba, se quería dejar vencer pero resistía, sabía ella, o eso, que no había sido diseñada para aquel combate, y sin embargo los dejaba probarla, resistirla, como si ella también sintiera placer cuando el sudor y los fluidos entraban en contacto con su madera tersa, sucia, y también los gritos, ya que el sonido perforaba la materia para hacerla suya, canalizarse a través de ella, hacerla explotar.
Daniel vio el cansancio en los ojos de Alejandra y calmó su ritmo. Le cerró los muslos de forma suave y la ayudó a sentarse sobre la mesa. Ella, o eso, sintió a Alejandra encima de su madera, el líquido que se escurría, la carne caliente por el deseo, por el forcejeo y la angustia, y se sintió plácida, aún más que cuando colocaban sobre ella platos y pocillos. Daniel se tocó la verga y la sintió dura, húmeda, prendida a su cuerpo de forma aún más fuerte que cualquier otro día. No le importaba el condón que la oprimía o el dolor en la parte baja de su estómago por tanto movimiento, solo sabía que estaba vivo.
—¿Te duele? — Preguntó él mientras rozaba con sus dedos la parte inflamada de su clítoris.
—No, no, está bien, tranquilo— le dijo ella con dulzura.
—Si quieres dejamos así.
—No, yo quiero venirme.
—Como ordene su majestad— le dijo Daniel riendo y lanzándole los labios a la boca para que Alejandra los recibiera a punta de mordiscos.
En ese momento, al otro lado de la calle, una pareja de ancianos desayunaba, en la acera un matrimonio discutía, en la casa de al lado unos niños descansaban solos, abandonados de sus padres. En las calles los buses comenzaban a funcionar pasando sobre las grietas del asfalto, que capturaban para sí la lluvia del rocío. El noticiero en la panadería sonaba durísimo para los obreros que tomaban café y un pequeño gato se lamía la entrepierna al final del pasillo.
Daniel no dejó perder momento y de nuevo comenzó el ritual. Pasó de su boca a sus senos, de sus senos a su cuello y del cuello hacía su ombligo. Fue abriéndose paso, preparándola con sus dedos, excitándola de las formas posibles que ambos ya conocían para que él pudiera entrar en ella de nuevo. La mesa despertó del letargo y comenzó a sentir encima suyo el ajetreo, el movimiento que la hacía tambalear y raspar sus patas contra el suelo. Ella, o eso, comenzó a sentir también algo parecido a la excitación. Para ella, o eso, un pocillo caliente, un tazón frío, una mano que la acariciaba suave mientras limpiaba algo derramado sobre ella, eran momentos de placer. Entonces comenzó a desarrollar una angustia parecida a la mutilación de sus piezas al ver como aquel hombre perforaba a esa indefensa mujer.
Daniel montó por completo a Alejandra en la mesa, cogió sus piernas morenas y sin rastro de vellitos y las colocó sobre sus hombros. Alejandra gimió, como probándose, hasta que sintió a Daniel entrar y salir sin ningún arrepentimiento y le buscó los ojos, le buscó los ojos a Daniel para que él supiera que ella estaba de acuerdo, que le gustaba, que quería que fuera más duro, más fuerte, que tuviera cuidado con las formas y los desniveles de su sexo pero que se aventurara, que arriesgara por todo que en el camino se iba descubriendo.
Las piernas de Alejandra emitían su propio sonido, ella las veía sobre los hombros de Daniel y las sentía perdidas, como si fueran parte de otro cuerpo que había entrado en escena hasta ahora. Trataba de sentirse los deditos de los pies mientras Daniel la penetraba, y salían corrientazos desde sus senos, que eran apretados con fuerza por él, hasta el dedo índice del pie, aquella masita de carne y uña perdida en esas piernas que formaban un cuerpo aparte. Ella no sabía, pero todo era una interconexión de acciones, y antes de llegar totalmente al orgasmo sintió una caricia en el vértice de sus nalgas.
Daniel luchando contra la eyaculación sintió la señal del cuerpo de Alejandra, que ya venía, que no era momento de parar. Y la presión en la próstata se convirtió en obsesión, en una voluntad animal para no venirse. Le bajó las piernas y las puso sobre su propio pecho, con los pies de Alejandra ahorcando casi su cuello, y los deditos con uñas manchadas de esmalte negro sintieron los vellos y el sudor. Daniel se decidió y cerró los ojos para no pensar en otra cosa. Alejandra apretó el estómago con fuerza, empujó a Daniel con las piernas y él la resistió, hasta que no aguantó más y le sacó la verga de su cuerpo para gritar, para envolverse en sí misma y arrojarse directo a su propio abismo.
Él tampoco pudo resistir, después de que ella le expulsara se arrancó el condón y lo lanzó al piso, para masturbarse rápidamente y no perder el grito de Alejandra. Todo cayó en el cuerpo moreno de ella, llegándole incluso hasta la cara, escondiéndose en los pliegues de su piel como las gotas de rocío se ocultan en los pliegues del asfalto.
Y fue ahí, cuando la vida se desarrollaba, que la mesa donde se encontraban cayó bajo la arrítmica escena, mientras Alejandra con los ojos blanquitos, como el portón de su casa, dejaba escapar un —¡Ahhh! — justo cuando él abría bien los suyos, perdido en el ladrido de un perro callejero que ladraba justo en ese momento, en esa interconexión extraña que poseen los animales con lo disoluto. Y ella, o eso, que sintió gemir a aquella mujer, entró en pánico, no supo cómo reaccionar, y bajo el peso de la gravedad dejó quebrar sus patas. Al romperse las patas, Alejandra contuvo la caída con un golpe seco en sus nalgas que le retumbó por unos segundos en sus senos. Daniel, que apenas sintió el sonido se lanzó a agarrarla, no vio que justo al lado de su cintura, una de las patas se había quebrado hacía fuera, como si hubiera cogido dirección, y en el momento en que él se lanzó a coger a Alejandra, ella, o eso, le mandó puñalada entera con el filo de la madera.