::: Lector y escritor de aguda inteligencia, Alfonso Reyes produjo excelentes páginas sobre la experiencia literaria, de las cuales esta breve selección es un breve e incisivo ejemplo.
Caso singular el de los apresurados que, con serlo, parecen poseer facultades excepcionales de asimilación. Van sobre el libro a las volandas y, sin embargo, no puede negarse que lo lean a fondo. Así Southey, así Napoleón en Santa Elena. De Macaulay se dijo que absorbía los libros por la piel. La leyenda llegó a creer que Menéndez y Pelayo se quedaba con el contenido de una página en un solo vistazo y hasta pasándole los dedos encima. Sterne se indigna contra estos tragones. Charles Lamb aún quiere una oración de gracias y una gradual preparación de ánimo antes de cada lectura. El Dr. Johnson decía que todo lo había leído apresuradamente en su juventud. Boswell piensa que todo lo rumió después lentamente a lo largo de los años. Y hay otros que, por obligación o por gusto, abren a la vez una novela, un periódico, un tratado de química, un ensayo filosófico, una revista de modas, al tiempo que califican varios ejercicios escolares.
A veces se me ocurre que, sin cierto olvido de la utilidad, los libros no podrian ser apreciados. El anónimo cardenal a quien cita Disraeli (Miscelánea) ha puesto el dedo en el misterio cuando llama al libro de Montaigne “abreviario de los ociosos”. Ahora bien, entregarse a esta receptividad absoluta, para no ahuyentar a la Euridice que duerme entre las páginas, es cosa difícil. El libro, como la sensitiva, cierra sus hojas al tacto impertinente. Hay que llegar hasta él sin ser sentido. Ejercicio, casi, de faquir. Hay que acallar previamente en nuestro espíritu todos los ruidos parásitos que traemos desde la calle, los negocios y afanes, y hasta el ansia excesiva de información literaria. Entonces, en el silencio, comienza a escucharse la voz del libro; medrosa acaso, pronta a desaparecer si se la solicita con cualquier apremio sospechoso. Por eso Sir Walter Raleigh pensaba que, en cada época, sólo hay dos o tres lectores verdaderos (Cartas, 1, 233).
Sur, Buenos Aires, otoño de 1932, revisado en 1941, incluido en La experiencia literaria (1942); OC, XIV
La prisa y el ruido quitan las ganas de leer, sin duda alguna. !Quién pudiera leer como los de entonces!